jueves, 6 de diciembre de 2012

Cúspide de un apostolado de la mexicanidad.

                                             
Universidad Nacional Autónoma de México
ESCUELA NACIONAL DE MÚSICA




Ensayo que corresponde al inciso b) del rubro PRUEBAS,
presentado por

Sergio Ismael Cárdenas Tamez

para el
CONCURSO DE OPOSICIÓN ABIERTO
para ocupar la plaza 75626-33
de Profesor de Carrera Titular “A” de Tiempo Completo
en Interpretación,  especialidad de Conjuntos Orquestales, en la
Escuela Nacional de Música
de la
Universidad Nacional Autónoma de México.
Ciudad de México; el 7 de noviembre, 2012.





Cúspide de un apostolado de la mexicanidad.

MANUEL ENRÍQUEZ: Visión de los Vencidos, para solistas vocales, coro mixto y orquesta, sobre textos de la obra homónima de Miguel León Portilla.


       En los albores de mi devenir en tanto que director sinfónico (al frente de la Sinfónica de la hoy Universidad de la Música “Mozarteum”, de Salzburgo, Austria), me llenaba de emoción el entusiasmo con el que los jóvenes integrantes de ese ensamble, que en la gran mayoría eran alemanes o austriacos, llegaban a nuestros ensayos para abordar obras de “sus” compositores. Tocábamos muchas obras de Mozart, el héroe local, alternando con páginas célebres de Bach, Beethoven, Schubert y Brahms. El entusiasmo de “mis” músicos era en verdad contagiante, entre ellos mismos, hacia mí y hacia el público que nutrido asistía a nuestros conciertos. Les oía decir uno al otro: “¿Te das cuenta? ¡Estamos tocando Mozart! ¿Te das cuenta?” Me quedaba yo con la impresión de que ese hecho, en lo aparente insignificante, constituía de igual manera una contribución a su crecimiento interior, una ampliación de su dignidad cultural, una reafirmación de la grandeza de un legado musical, legado que lo sentían muy suyo: una propiedad ciertamente intangible que los identificaba.

       Mi encuentro con la música mexicana de concierto  fue el inicio una travesía que me llevó de asombro en asombro al ir descubriendo un corpus musical contundente, variado, de gran riqueza, cautivador, con gran expresividad y con un sello distintivo: ese corpus sonoro me descubría de manera plena  la grandeza de México.

       En México, la música ha sido una expresión prioritaria del pueblo. Es parte de sus vivencias fundamentales, de su dialéctica existencial. Los sentimientos de los mexicanos de todos los rincones de la República son, en sí mismos, razones consumadas, claras y suficientes, de una expresión que nos ubica, a la vez, ante los demás humanos y en el cosmos. A través de nuestra música, que es diáfana y poderosa, los mexicanos expresamos tribulaciones emocionales y euforias existenciales, romances que bordan lo religioso y la exuberancia de la naturaleza mexicana, detalles de vivencias inmediatas y las dimensiones cósmicas del transitar por esta vida a la que “sólo venimos a soñar”, como escribiera  Nezahualcóyotl.

       En el panorama de la música mexicana de concierto, la figura de Manuel Enríquez (Ocotlán, Jal., 17 de junio de 1926- Ciudad de México, 30 de abril de 1994) se yergue con distinción gracias a la muy rica y variada, así como a la enorme calidad de su producción musical.  Se trata de un creador sonoro de intachable dignidad que con su producción musical y su propio devenir se eleva como baluarte heroico de la música mexicana de concierto y contribuye con su legado a que la fuente de la riqueza sonora de México esté rebosando y nos invite a degustar los fluidos manjares del espíritu mexicano a través de los sonidos.

       Habiendo contado con una muy sólida formación práctica y académica, su quehacer en la vida profesional de la música mexicana obtuvo pronto el reconocimiento del gremio tanto como ejecutante (fue un consumado violinista, por décadas Segundo Violín Principal en la Sinfónica Nacional, más muy destacadas participaciones como solista dentro y fuera de México) que como compositor. Su dominio absoluto del oficio de la composición musical y lo mucho que como creador tenía que compartir, enriqueció de manera considerable el repertorio de nuestra música de concierto.

       Tras un periodo inicial marcado por las influencias de Hindemith y Prokofiev, Enríquez pronto da pasos hacia delante en el camino de lo que en Umberto Eco se denomina “obra abierta”: un modo de componer en el que se demanda la participación creativa del ejecutante, quien debe “completar” o “construir” en vivo la obra que el compositor ha plasmado con una grafología musical que, en su momento, rompía con lo acostumbrado y ponía nuevos retos a los instrumentistas y demás ejecutantes. Pero no se trataba de simplemente tocar lo que se le viniera en gana a los ejecutantes, sino que todo el proceso composicional estaba bien pensado y programado, cual pieza musical acabada de algún compositor incuestionable.

       En el aparente desorden o arbitrariedad de la escritura, hay una gran meticulosidad y precisión en todas las instrucciones, del que resulta una ejecución que en su filigranada estructura, refleja un mundo emocional y/o vivencial transparente y complejo, esquemático y aleatorio, rico en contrastes de expresividad y timbres.

       El corpus musical del compositor mexicano MANUEL ENRÍQUEZ SALAZAR  es una de las columnas más sólidas sobre las que se yergue el vasto edificio de la música mexicana de concierto.  A lo largo de su devenir composicional, Enríquez hizo de la mexicanidad su apostolado, integrando a su obra manifestaciones del pasado y presente mexicanos, elementos que contribuyen a la vigencia, a la actualidad de su legado.

       “Visión de los Vencidos”, compuesta por Enríquez en 1991 por encargo del Instituto de Cooperación Iberoamericana de Madrid para conmemorar 500 años del desembarco de Cristóbal Colón en tierras americanas, es una obra que en muchos sentidos condensa la gran aportación enriqueciana a la música mexicana y que,  a la vez, aborda de manera épica un acontecimiento fundacional de la historia de México, tomando como punto de partida los textos nahuas que dan testimonio de ese acontecimiento incluidos en el libro homónimo editado por Miguel León-Portilla.  La maestría de este compositor mexicano tiene en “Visión de los Vencidos” una de sus comprobaciones más fehacientes.

       En septiembre de 1975, gracias a los buenos oficios del director sinfónico mexicano Fernando Ávila ( a la sazón, Agregado Cultural de México en Austria), conocí en Viena de manera personal al compositor Manuel Enríquez Salazar. Debió de haber sido unos tres años antes cuando le había yo escuchado por primera vez, en la sala de música de cámara del Carnegie Hall, de Nueva York. Enríquez ofreció entonces, como violinista, un recital integrado en su totalidad por obras de compositores mexicanos. En Viena sucedió algo similar, aunque el programa de la velada ofrecida el día 15 del mes patrio, fue ideada por Ávila. Dada la inclusión en dicho programa de obras con efectos electroacústicos, se hacía necesario el auxilio de terceros para organizar distintos efectos de iluminación:  inició entonces  mi colaboración de casi dos décadas con este compositor mexicano: ofrecí mi colaboración para coordinar todo lo relacionado con la iluminación en el escenario del conservatorio de música vienés en el que se llevó a cabo el recital referido.

       De la autoría de Manuel Enríquez fue la segunda obra orquestal mexicana que dirigí en México al frente de la Orquesta Sinfónica Nacional en el otoño de 1978: Si Libet (Como os plazca) constituyó mi primer encuentro sinfónico  con el mundo sonoro y/o audible de este creador mexicano que, en mi convicción, representa en la historia de la música mexicana de concierto  de la segunda mitad del Siglo XX, lo que Silvestre Revueltas representa en la primera mitad.

       Son más de 45 obras, sinfónicas, sinfónico-corales y/o de cámara, de Enríquez las que he tenido oportunidad de dirigir desde entonces a la fecha, algunas de ellas en su estreno mundial, como fue el caso de “…interminado sueño.” , “A Juárez” y “Visión de los Vencidos”.

       El periplo musical de Enríquez, tanto en su devenir como consumado violinista como en el de no menos consumado compositor musical, es de atractiva fascinación. Desde su formación queda claro que Enríquez aspira al encuentro con las manifestaciones sonoras que no tienen como meta el simple “acariciar” el oído o el de proveer una ocupación espacio-temporal audible que distraiga o entretenga. Sus obras tempranas ya llevan ese sello de lo puramente creativo que abreva, de manera simultánea, en el pasado y en el presente, lo que les garantiza una vigencia futura.

       De igual manera, sin sucumbir jamás ante las tentaciones panfletarias, sentimentaloides o patrioteras, Enríquez manifiesta desde temprano un hondo nacionalismo que nada tiene de fotográfico o turistero: Enríquez se interna en las profundidades del espíritu y del sentimiento de la mexicanidad, en esas profundidades que inducen a la aprehensión cósmica de la vastedad mexicana, tan intensa como vibrante, tan eólica como telúrica., tan grandiosa como deslumbrante.

       Pareciera que estas características las encontramos sólo en obras medulares de lo que podríamos denominar su período maduro, como lo son “Ritual”, “Raíces”, “Sonatina para orquesta”, “Él… y ellos”, “Políptico” , “Manantial de Soles” o “Visión de los Vencidos”: no es así o, mejor dicho, no es sólo así: el hondo mexicanismo de Enríquez se ha manifestado de igual manera en su vehemente respeto por compositores mexicanos de antaño y de hogaño, como lo documenta “Recordando a Juan de Lienas” o las muy brillantes posturas estéticas ante más de veinticinco canciones o valses populares mexicanos de algunos de los más celebrados autores:  Juventino Rosas, José de Jesús Martínez, María Grever, Pepe Guízar, Rodolfo Campodónico, Macedonio Alcalá, etc. En estas luminosas “versiones orquestales” (como él les llamaba con modestia de genio), Enríquez da cátedra de amor a la música popular mexicana, que arropa con envidiable maestría e incuestionable oficio de orquestador, con acertado dominio de sus procesos armónicos tradicionales, procesos  que “condimenta”  en la justa proporción con aplicaciones armónicas ampliadas que en ningún momento se alejan del contexto tonal al que pertenecen. No conozco  otras posturas estético-musicales ante las referidas hermosas manifestaciones de la música popular mexicana que tengan la contundencia y la irresistibilidad de esas brillantes “versiones orquestales” de Enríquez.

       En 1991, el Instituto de Cooperación Iberoamericana de Madrid,  en ocasión de la conmemoración de los 500 Años del arribo de Cristóbal Colón a tierras del hoy continente americano, encargó a cinco (5) compositores iberoamericanos la composición de una obra musical alusiva a esa conmemoración. Manuel Enríquez fue el único mexicano considerado entre los cinco compositores; Marlos Nobre (Brasil) y  Celso Garrido Lecca (Perú) estaban de igual manera en la lista.

       Enríquez pensó de inmediato en los textos publicados por primera vez en 1959  por la Universidad Nacional Autónoma de México bajo el título de “VISIÓN DE LOS VENCIDOS. RELACIONES INDÍGENAS DE LA CONQUISTA”. A partir de las versiones al español que Ángel María Garibay K. hizo desde los originales nahuas, el filósofo  Miguel León-Portilla preparó con minuciosidad la edición seleccionando los textos y agregando una introducción y algunas notas alusivas. Enríquez buscó al Dr. León-Portilla con la intención de comentarle sus planes y esperando elegir de manera conjunta con él, los textos a ser incluidos en la nueva composición. El Dr. León-Portilla, de acuerdo con informes proporcionados por la Dra. Susana Alfaro vda. de Enríquez, no mostró interés alguno en ese proyecto y recomendó a Enríquez hacer por sí mismo la elección de los textos.

      Como su título lo indica, VISIÓN DE LOS VENCIDOS da cuenta, desde la perspectiva de los nativos mexicas, de la voracidad y de las acciones depredadoras de los españoles que con alarde sanguinario y sádico, sometieron a los mexicas que habitaban la gran ciudad de Tenochtitlan (hoy: Ciudad de México) a través de cruentas batallas que culminaron el 13 de agosto de 1521 con el prendimiento de Cuauhtémoc, último emperador azteca. El trauma, la desolación, la rabia y la depresión que provocó en el alma de los mexicas la destrucción de su grandiosa ciudad capital y de su cultura, se encuentran plasmadas en estas crónicas de dimensiones épicas que el mismo Dr. León-Portilla equipara con “La Ilíada” homérica.

     Todo indica que Enríquez estudió a fondo estos textos; tan los hizo suyos que procedió a seleccionar aquellos que con gran fuerza dramática condensaban los violentos sucesos así como los sentimientos de encono y de furia ante ese acontecimiento fundacional de lo que hoy conocemos como México. Los textos seleccionados por Enríquez para cada una de las tres partes que conforman su propia “Visión de los Vencidos”, fueron tomados del capítulo XV, Cantos Tristes de la Conquista,  del libro del Dr. León-Portilla:

I.-

En los caminos yacen dardos rotos,  

los cabellos están esparcidos.  

Destechadas están las casas,  

enrojecidos tienen sus muros. 
                 (de la sección:  Los últimos días del sitio de Tenochtitlan, pag. 199)

El llanto se extiende, las lágrimas gotean allí en  Tlatelolco. 
Llorad, amigos míos,
 tened entendido que con estos hechos 
hemos perdido la nación mexicana. 
¿Adónde vamos?, ¡oh, amigos! Luego ¿fue verdad? 
Ya abandonan la ciudad de México:  

el humo se está levantando; la niebla se está  extinguiendo... 
Por agua se fueron ya los mexicanos;  

semejan mujeres; la huída es general.
                            (de la sección: Se ha perdido el pueblo mexica, pag. 198)

II.-
Y todo esto pasó con nosotros.  

Nosotros lo vimos,  nosotros lo admiramos.  

Con esta lamentosa y triste suerte  nos vimos angustiados. 

En los caminos yacen dardos rotos, 
los cabellos están esparcidos.  

Destechadas están las casas,  

enrojecidos tienen sus muros. 

III.-
Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe,  

y era nuestra herencia una red de agujeros. 
Con los escudos fue su resguardo,
pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad. 
Gusanos pululan por calles y plazas,  

 los sesos están salpicados  en las paredes. 

Rojas están las aguas, están como teñidas, 

y cuando las bebimos,  es como si bebiéramos agua de salitre. 
                (de la sección:  Los últimos días del sitio de Tenochtitlan, pag. 199)

Lucha, ¡oh Tlacaltéccatl Temilotzin!: 
ya salen de sus naves los hombres de Castilla y los de las chinampas. 
¡Es cercado por la guerra el tenochca;  es cercado por la guerra el tlatelolca! 
Ya viene a cerrar el paso el armero Coyohuehuetzin; 
ya salió por el gran camino del Tepeyac el acolhua. 
¡Han aprehendido a Cuauhtémoc! 
              (de la sección La ruina de tenochcas y tlatelolcas, pags. 200 y 201)


   La instrumentación elegida por Enríquez es:
          1 Picc, 2 Fl, 2 Ob, 1 EH, 2 Cl (B), 1 ClBajo (B), 2 Fg, 1 Cfg
          4 Hr (F), 3 Trp (C), 3 Trbn, 1 Tba
          4 Timbales, 4 Percusionistas, con las siguientes dotaciones:
                    I.- 3 Tom-Toms; 1 Plato susp de 18” ó 20”; 5 Temple blocks;
                          árbol; sonaja;
                          cascabel.
                    II.- 2 Huéhuetls (diferente tamaño); Plato /sizzles; 5 Cencerros;
                           Teponaxtli;
                          1 Triang. grande; Bamboo wind chimes.
                    III.- Bongós; Bombo; Tam-Tam grande; woodblock; güiro.
                    IV.- Tarola; Plato susp, 12”; Glockenspiel; Triang, pequeño;
                            Metal wind
                            Chimes; claves; maracas.
          Coro mixto
          Mezzosoprano y barítono solistas
          Cuerdas
   
       Ya la instrumentación de la obra nos da algunas señales de los derroteros musicales que seguirá el compositor. Destaca la nutrida participación de instrumentos de percusión entre los que se incluyen aquellos que, lo sabemos, formaron parte común del acervo instrumental de los mexicas: teponaxtli, huéhuetl, güiro, sonaja y en sustitución del tambor indio, la tarola. Es menester aquí hacer una reverencia al conocimiento profundo, riguroso y práctico que Enríquez demuestra en esta obra (¡una vez más!), de los límites y alcances de todos los instrumentos de percusión, cuyo uso en el aparato orquestal es mucho más significativo que simplemente ser “condimento” en el devenir de la obra. La función evocadora de dimensiones cósmicas que aportan con su timbre característico, así como su definitiva importancia en la delineación de la forma y en el subrayado de las tensiones que enfatizan situaciones de arrebatador dramatismo, hacen del aparato percusivo un elemento constitutivo esencial que con sus fenómenos audibles intercambia posiciones, alimenta y es retroalimentado por y con los sonidos de los demás instrumentos y de las voces.

       En su escritura para la sección de percusiones, las instrucciones de Enríquez son muy precisas respecto a la manera de tocarlos: ora con la mano, ora con distintas baquetas (blanda, dura, de madera, de triángulo), ora con mazo doble. De los percusionistas se espera un dominio total de las técnicas de ejecución percusiva, pero de igual manera una sensibilidad ante los fenómenos audibles generados y ante la interacción dentro y fuera de la sección; el percusionista, en el mejor sentido de la expresión, debe estar en todo momento “componiendo” (en el sentido de “creando”) la obra que en cada ejecución será siempre nueva. Esta exigencia enriqueciana se aplica a todos los demás instrumentos y voces participantes en la obra, lo que hace que la pieza sea, en efecto, siempre de nueva creación, característica resultante de la dosis exacta en las combinaciones de lo aleatorio y lo determinado, de lo metafórico y lo específico. Regresaré más adelante a este tema.

       Por lo general, al referirse a los instrumentos de percusión, uno los asocia de inmediato con las manifestaciones rítmicas en las que la recurrencia periódica de fenómenos audibles generados por esos instrumentos, tiende a fijar rumbo, a encausar el devenir musical, a sentir mayor seguridad por fuerza de la asociación con los latidos del corazón. Enríquez, sin embargo, da un uso más amplio, más audaz y más espacial a las percusiones, generando así una sensación que para algunos podría parecer de indefinición o de vaguedad temporal. No es así.
       La maestría composicional de este notable mexicano, logra, a través de pasajes de caos organizado que alternan o en los que se intercalan  fenómenos sujetos a métricas musicales precisas, una dimensión espacio-temporal de vastas proporciones que nuestra imaginación quiere complementar con las imágenes grandiosas que hemos conocido de la gran Tenochtitlan, ciudad que con sus habitantes es el objeto de esta obra maestra de Manuel Enríquez. Los escenarios audibles generados por la sección de percusiones, timbales incluidos, transitan de lo sombrío a lo abismal, de lo irritante a lo desesperante, de la desolación a la aflicción, de lo temporal a lo intemporal.

        Si bien la conquista de la cultura mexica por los españoles comandados por Hernán Cortés tiene fecha precisa en el calendario, ¿en dónde se ubica en el imaginario mexicano de hoy? ¿se tiene alguna relación afectiva con ese acto fundacional más allá de su ubicación en el calendario? ¿es importante tomar, tener conciencia de ese momento traumático de la historia mexicana?  ¿qué sensación nos deja la obra de Enríquez?

       Aunque el compositor toma como punto de partida unos textos específicos, de ninguna manera se puede uno referir a su “Visión de los Vencidos” como una obra funcional (como es el caso de las Misas). A pesar de recurrir a un texto literario, la obra respira autonomía total pues el texto  está asumido como fuente de inspiración, como elemento generador de líneas energéticas que nos trasladan  a unos ámbitos sin precedente en la conciencia colectiva de la historia de México, por un lado, pero más allá de eso, a la toma de conciencia de un legado que sitúa al ser humano en el centro del cosmos, no como centro de atención de ese cosmos sino como un cosmos en sí mismo integrado al cosmos universal. Es justo este punto el que fija como reto esta magna obra de Enríquez, que el compositor manifiesta a través de esa afortunada capacidad de construir poderosos y contundentes cosmos sonoros y de fenómenos audibles que no sólo emanan de la acción de instrumentistas y cantantes, sino que llenan el espacio y nos envuelven, nos arropan, regresan a nosotros y ocupan nuestro interior de tal forma que trascendemos la pequeñez del calendario, la pequeñez geográfica, la pequeñez social.

       Esta grandiosa obra de Manuel Enríquez, hay que decirlo, exige nuestra apertura total de espíritu, pues ninguna “repercusión” tendrá en quien se bloquea escuchando, digamos, de manera epidérmica. En ella, los giros melódicos (como en  el pasaje coral de la letra “C” de la partitura, de carácter épico logrado por medio de una escritura en unísono octavada, en el registro medio de la voz) son enfatizados con brillantes destellos instrumentales combinados con figuras ostinadas; la polifonía propia del Siglo XVI nos recuerda  la multiplicidad de voces víctimas de aquellos hechos, voces que desembocan en un aglomeramiento abigarrado de intervalos vecinos (muy cercanos), conocidos como “clusters”, cuando se toma conciencia de que lo perdido es “la nación mexicana” (7 compases antes de “D”).

       Las voces de los solistas y del coro son explotadas en varias de sus posibilidades, sin abandonar el canto en sí. De estas voces se exige una contribución a través de efectos como el de la letra “I” (y hasta el final de la primera parte), en el que el coro debe pronunciar repetidamente un texto sin hacerlo de manera simultánea, lo que provoca un caos de enorme desesperación que transita de la estupefacción al alarido, desembocando en un panorama sombrío, de abandono total (el texto de este pasaje: “Por agua se fueron ya los mexicanos…la huída es general.”)

        Los solistas, por su parte, son proveídos de pasajes de conmovedor lirismo dramático (como en lo asignado a la mezzosoprano de la letra “E” a la “G”. El texto aquí: “¿Adónde vamos, oh amigos? Luego, ¿fue verdad? Ya abandonan la ciudad de México…la niebla se está extinguiendo…”). O de recitativos ariosos de enorme expresividad y vehemencia (como  lo asignado al barítono de la letra “N” con el texto : “ Nosotros lo vimos, nosotros lo admiramos…”) o con narraciones de contundente plasticidad (como lo asignado a ambos en la letra  “U” con el texto “Gusanos pululan por calles y plazas…”).

        Las secciones de alientos (maderas y metales) y de cuerdas son tratadas con especial deferencia, explotando al máximo su expresividad, dramatismo y fijándoles retos creativos en las secciones aleatorias. Una mirada a las instrucciones  que da Enríquez sobre las distintas maneras de ejecutar pasajes o sonidos dados corroborará la destreza creativa del compositor: vibraciones lentas, trinos, resbalones (glissandi) y trinos de manera simultánea, resbalones y temblorinas (tremolo) de igual manera, aceleramientos o alentamientos progresivos sobre un mismo sonido, con y sin expresión, etc.  La gran variedad tímbrica de estos instrumentos es utilizada en todo su potencial, ya sea en seductores pasajes solistas o en arrebatadores bloques de sonoridades masivas que, para mí, reflejan la grandeza arquitectónica de Tenochtitlan, por un lado, pero de igual manera la dolorosa vivencia que constituyó esa guerra traicionera y dolosa.

       Especialmente elocuente es la sección entre las letras “G” e “I”, con ese crescendo amenazante que transita desde los abismos hasta la telúrica, desgarradora y volcánica erupción de todos los participantes justo en la letra “H”, con un larguísimo y doloroso  alarido coral (acorde de Sol-mayor con séptima mayor en la voz soprano) el cual de pronto se desploma en un “cluster” que debilitado, se desvanece.

       No acaban ahí las manifestaciones volcánicas: la segunda parte de la obra inicia con unas fanfarrias que parecen presagios ominosos: las percusiones interrumpen con violencia, como atacando, con lo que provocan una reacción de gritos agitados, desesperados de los metales (letra “K”), culminando todos en un delirio caótico, lacerante, de enjundiosa elocuencia.

       A ello, el barítono reacciona entonando con gravedad el texto “Y todo esto pasó con nosotros…”.   La conmoción ahoga, oprime el espíritu: “Lento, senza espressione, legato, respirare liberamente, pianissimo possibile”, instruye Enríquez a los solistas de Piccolo, Corno Inglés, Clarinete bajo, Contrafagot, Tuba y los cuatro percusionistas en la letra “N”: la congoja, la estupefacción, la rabia contenida (el texto aquí es: “Nosotros lo vimos…”, que entona el barítono) se manifiesta en este pasaje aleatorio que en su consumada finura nos transmite la impotencia del arrollado.

     La tercera parte de “Visión de los Vencidos” abre con una declaración de vastedad: el Piccolo, en las alturas propias de su registro, parece ser un ave sobrevolando lo devastado. Algunos sobrevivientes intentan darse ánimos rememorando músicas de sus fiestas: cuatro solistas de alientos-madera (flauta, oboe, clarinete, corno inglés) y tres percusionistas, intercambian recuerdos de sus celebraciones musicales: los patrones melódicos y rítmicos que Enríquez les ha asignado, revelan, de manera concisa,  un humanismo cabal, puro, sensible y exuberante a la vez., componentes todos ellos de la cultura mexica (letra “Q”).

     Pero falta aún la batalla final. Tras un lamento que es toma de conciencia de lo destruido (“Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe, y era nuestra herencia una red de agujeros.”, es lo que el coro entona con aflicción), las huestes mexicas se reaniman: una danza rústica en ritmo binario, que parece rebosar vitalidad y energía (letra “U”), culmina en una arenga final, que intenta  revertir los golpes hasta ahora recibidos: en la letra “W” , el coro irrumpe cual heraldo en el campo de batalla entonando con intensidad el texto “Lucha, oh Tlacaltéccatl Temilotzin”, pero pronto “es cercado por la guerra el tenochca” (3 compases después de “X”, los tenores y bajos del coro “rapean” este texto de manera ostinada hasta justo antes de la captura de Cuauhtémoc, letra “Z”), que sucumbe y con estupefacción contempla cómo “¡Han aprehendido a Cuauhtémoc!”.

     “Visión de los Vencidos”, para solistas vocales, coro mixto y orquesta sinfónica, fue estrenada mundialmente bajo mi conducción musical y en presencia del compositor, el 26 de febrero de 1993, en el Auditorio “Josefa Ortiz de Domínguez”, de la ciudad de Santiago de Querétaro, Qro. (México), por el Coro de la Escuela Nacional de Música-UNAM (director: José Antonio Ávila), el Coro de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Autónoma de Querétaro (Director. José de Jesús Almanza), la mezzosoprano Adriana Díaz de León, el barítono Arturo Barrera y la Filarmónica de Querétaro.  En el sitio youtube.com se encuentran disponibles tres vídeos grabados en vivos del concierto ofrecido el 13 de septiembre del 2009 en la Sala Nezahualcóyotl, de la Ciudad de México, por la mezzosoprano Linda Saldaña, el barítono Luis Alberto Pérez, los Coros de la Escuela Nacional de Música-UNAM (Director: Dr. Samuel Pascoe) y la Orquesta Sinfónica de la Escuela Nacional de Música-UNAM, todos conducidos por mí.


     Hago votos porque esta contundente obra que, considero, culmina un largo periplo de Manuel Enríquez como apóstol de la mexicanidad, sea motivo de orgullo para todos los mexicanos, como los jóvenes en Salzburgo estaban orgullosos de “sus” compositores; deseo que se programe con mayor frecuencia en los escenarios de México y del mundo, no sólo por fuerza de su grandeza musical, sino de igual manera en virtud de la intensidad épica con la que remite a un acontecimiento fundacional del México contemporáneo.

     Considero que ante los procesos globalizadores de la economía contemporánea, es menester reafirmar los valores esenciales de nuestra cultura, es menester no acallar la voz del cosmos propio, es menester la toma de conciencia de lo nuestro para configurar el propio devenir.  Así lo ha manifestado Manuel Enríquez en su obra “Visión de los Vencidos”, que con enjundia y fuerza cautivadora, es una razón más para estar orgullosos del corpus de la música mexicana de concierto.+++

BIBLIOGRAFÍA:
LEÓN-PORTILLA, MIGUEL, ed. Visión de los Vencidos, Relaciones Indígenas de la Conquista, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Biblioteca del Estudiante Universitario, 2009.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Celeste Alba Iris escribe sobre el Segundo Informe de Gobierno del Ing. Egidio Torre Cantú.


Comentario: Mi propuesta al Gobernador Torre Cantú fue diversificar la actividad del Festival Internacional Tamaulipas; así se crearon el FESTIVAL DEL ALTIPLANO TAMAULIPECO y el JAZZTAMFEST, cuyas primeras ediciones se llevaron a cabo en marzo y agosto, 2011, respectivamente. Me alegra que esa innovación, puesta en práctica durante mi gestión como Director Artístico del Festival Internacional Tamaulipas y Proyectos Especiales (de enero, 2011 a mayo, 2012), siga vigente, para beneficio de  los tamaulipecos.

sábado, 1 de diciembre de 2012

Estreno mundial de SUBRISIO SALTAT



                                          https://www.youtube.com/watch?v=erGkI97b5tk



Fotos de los alumnos de mi Cátedra de Música de Cámara en la Escuela Nacional de Música-UNAM, tomadas al término del concierto semestral brindado el 30 de noviembre, 2012, en la Sala Xochipilli de la mima Escuela (Ciudad de México). El Quinteto Artis Ventus (José Alfredo Yáñez (fl), Stefanie del Mar (ob), Jazmín Torres (cl), Manuel Alejandro Cornejo (hr) y Mariana Olaiz (fg)), en la foto de arriba, tuvo a su cargo el estreno mundial de mi obra SUBRISIO SALTAT, para quinteto de alientos, dedicada a mi querido amigo el Dr. Armando Sandoval Pierres (Guanajuato, Gto.), quien viajó desde su ciudad de residencia para atestiguar el estreno (foto de abajo). En la foto de enmedio, los demás participantes en el concierto:Tania Elisa Luna (vln), Rosaura Aguilar (vla), Ernesto Diez del Llano (fl), Omar Sánchez Manríquez (vc) y Erick Javier Franco (vc).
El programa de la velada incluyó el Trío para flauta, viola y violonchelo, de Albert Roussel; el Preludio y fuga en sol-menor, para tres voces, KV 404, transcrito por W. A. Mozart de un original de J. S. Bach; el Homenaje a Hiling Rosenberg, para violín y violonchelo, de G. Ligeti; el Dúo en Re-mayor, para violín y violonchelo, de J. Haydn, y la obertura a "La Flauta Mágica", de W. A. Mozart, en arreglo para quinteto de alientos.