Un instrumento del sonido para manifestarse
por Sergio Cárdenas*
Un músico
compositor sabe que lo que comunmente se llama la voz de la Musa es, en
realidad, el dictado del sonido; que no es el sonido su instrumento, sino él el
medio utilizado por el sonido para manifestarse. No obstante, por mucho que
pueda pensarse en él (muy adecuadamente, por cierto) como una especie de ser
vivo, el sonido no es capaz de elecciones éticas.
Una
persona se pone a componer música por diversas razones: para ganarse el corazón
del ser amado; para expresar su actitud ante la realidad circundante; para
reflejar su estado de ánimo en un determinado momento; para dejar —tal es al
menos su intención— alguna huella en este mundo. Lo más probable es que recurra
a esta manera de manifestarse (a través del sonido) por razones
inconscientemente miméticas: el negro y vertical coágulo de la notación musical
en el papel pautado le debe de recordar su propia situación en el mundo, el
equilibrio entre el espacio y su cuerpo. Pero al margen del mayor o menor
efecto que produzca en sus lectores lo surgido de su lápiz, la consecuencia
inmediata de esta empresa es la sensación de entrar en contacto directo con el
sonido, o, más exactamente, la sensación de quedar sometido a una inmediata
dependencia respecto del sonido, a todo lo que con él se ha expresado, escrito
y conseguido.
Tal
dependencia es absoluta, despótica, pero también liberadora. Pues, aun siempre
de más antigüedad que el compositor, el sonido sigue poseyendo la colosal
energía centrífuga conferida por todo el tiempo que tiene por delante. Y este
potencial temporal no solo queda determinado cuantitativamente por el tamaño
del campo geográfico en el que el sonido en potencia queda plasmado en el papel
pautado sino por la calidad de la música que se escriba en ese papel pautado.
El
compositor es el medio de supervivencia de la música. Uno, que compone música,
dejará de existir; y también quien la escucha. Pero la notación musical que
simboliza la música, ha de permanecer; no sólo porque durará más que el hombre
que la escribió, sino también por la mutación que el fenómeno musical va
manifestando con el paso del tiempo.
Sin
embargo, quien compone una pieza musical,
no lo hace porque pretenda alcanzar la fama en la posteridad, aunque
suela albergar la esperanza de que su obra le sobreviva, al menos durante un
tiempo. Quien compone una pieza musical lo hace porque el sonido lo inspira a
ello, si no es incluso que el sonido le va dictando sonido por sonido.
Por lo
general, al empezar una pieza, uno no sabe qué curso va a tomar, y muchas veces
uno mismo es el primer sorprendido, pues a menudo el resultado es mejor de lo
esperado, a menudo el pensamiento lo lleva a uno más lejos de lo que creía. Y
ese es el momento en que el sonido se yergue como futuro, invade el presente.
Existen,
como sabemos, tres modos de conocimiento: el modo analítico, el modo intuitivo
y el modo de los profetas bíblicos, la revelación. Lo que distingue la composición musical de otros géneros
literarios es su utilización de los tres modos a la vez (aunque sobre todo del
segundo y del tercero). Los tres, en efecto, se dan en el fenómeno sonoro; y
hay ocasiones en que, mediante un simple sonido, una simple progresión melódica
o armónica, el compositor se ve llevado allí donde no ha estado nadie antes que
él, quizá incluso más lejos de lo que él mismo deseaba.
Quien
compone una obra musical lo hace, sobre todo, porque el plasmar esos sonidos
potenciales en el papel
pautado, es un extraordinario
acelerador de la conciencia, del pensamiento, de la comprensión del universo.
Una vez experimentada tal aceleración, ya no se puede renunciar a repetir la
experiencia; establecemos una dependencia total con este proceso, al igual que
otros con las drogas o con el alcohol. A quien establece esta especie de
dependencia con el sonido es, supongo, a quien llamamos compositor musical.
* a partir de
un texto de Joseph Brodsky
©SergioIsmaelCárdenasTamez;
Ciudad de México; el 16 de mayo de 2019.
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