lunes, 10 de julio de 2017

Sentarse ante el corazón de uno mismo


                                           Sentarse ante el corazón de uno mismo
                                           por   Sergio   Cárdenas
 

 Mi primer contacto con la poesía de Rainer Maria Rilke tuvo lugar en el verano de 1971. Me encontraba por aquel entonces  estudiando música en el excelente Westminster Choir College, de Princeton, N. J. USA. Una audición vocal que realicé en la primavera de ese año daría como resultado el haber sido escogido pata integrar el selecto grupo de 40 voces del famoso Wetsminster Choir.
   El programa que este coro debería interpretar duranto el año lectivo 1971-1972, incluía un gira por diversas ciudades de la Unión Americana bajo la conducción del entonces célebre Roger Wagner. Éste seleccionó para el programa de esa gira, entre otras piezas, las seis hermosas obras corales que Paul Hindemith escribió al musicalizar otros tantos poemas, escritos en francés, de Rainer Maria Rilke. Siempre he pensado que estas seis pequeñas joyas musicales se cuentan entre las piezas mejor logradas de Hindemith.
   A la vuelta de varios años regresé a Rilke de manera paulatina. Primero fue con la lectura de su Testamento; luego leí sus Cartas a un joven poeta. Pero el verdadero regreso a Rilke lo constituyó el préstamo de un libro: mi querida amiga, la maestra Erika Kubacsek, directora del Coro Convivium Musicum, me prestó (fue muy enfática en ello) su ejemplar de Das Stunden Buch (El Libro de las Horas). Esto sucedió durante una de las muchas visitas  que la Maestra Kubacsek hizo con su Coro a la ciudad de Querétaro, donde fui Director Artístico de su Filarmónica hasta el verano de 1997, para deleitar a los queretanos cantando alguna de las grandes obras de la literatura coral-orquestal. 
   A partir de este reencuentro ya no “solté” más a Rilke. En la primera oportunidad que tuve de viajar a Alemania después de aquel para mí afortunado préstamo de la Maestra Kubacsek, procedí a comprarme mi ejemplar de El Libro de las Horas, por lo que pude devorverle su ejemplar a  la Maestra Kubacsek. La poesía de Rilke pasó a ocupar, desde luego, uno de los nichos privilegiados que le he construido a los artistas creadores que me son más caros.
   No pude contener la tentación de traducir poemas de Rilke y fue así como incursioné en esta fascinante actividad, que tanto tiene de creativa. Mi experiencia como traductor se había limitado, hasta entonces, a la traducción de diversas obras corales de Bach, Brahms, Mendelssohn y otros compositores europeos. Ahí el reto era respetar la direccionalidad musical original de la obra y respetar también el sentido musical original con el que el compositor abordó el texto. Hoy día me siguen gustando mis traducciones de  la Pasión de N. S. J. según San Juan (Bach), Un Requiem Alemán (Brahms) y Elías (Mendelssohn), por ejemplo.
   Al traducir la poesía de Rilke puse atención, de manera especial, a lo que consideré la musicalidad del poema: su sonido, su ritmo, su cadencia, su tono de expresión, su polifonía y su policromía, sus analogías, etc. Descubrir en el poema origen y meta del mismo, dónde la expresión es más fuerte que la gramática y sentir el peso mismo del poema, son retos por demás similares o idénticos a los de un compositor musical o de un director de orquesta sinfónica. En cierta forma un director de orquesta (como también cualquier intérprete musical) „traduce“ en sonido vivo lo que el compositor plasmó en los pentagramas y fuera de ellos, por lo que también se hace necesario descubrir las voces interiores y tácitas de un poema.
 Las Elegías Duinenses, iniciadas en el Castillo de Duino (Trieste, Italia, en la costa adriática) en 1912 y concluídas, tras diversas „escalas“ en Toledo, Roma, Munich y París, en el Castillo de Muzot (en los Alpes suizos) en aquel beatífico mes de febrero de 1922, constituyen uno de los portentos de la literatura universal. Junto con los Sonetos a Orfeo, las Elegías Duinenses se yerguen imbatibles y cual faro de luz en la perspectiva de la creación poética del Siglo XX. Ambos libros poéticos son el resultado de un largo período de silencio en el que Rilke se ejercitó en el conocimiento de sí mismo y en la experiencia sustancial del vivir: podría decirse que en esa década que va de 1912 a 1922 Rilke entró en el servicio de sí mismo (J. F. Angelloz dixit).
   Detrás habían quedado los  Apuntes de Malte Laurids Brigge (1910), que recogen esa lucha que Rilke sostuvo (como la sostuvo Jacob con el ángel de Yahvéh) con el ángel poético. Al terminar los  Apuntes de Malte..., Rilke vive un período intenso de viajes: en cuatro años visitará 50 lugares diferentes, incluyendo el norte de África (desde Marruecos hasta Egipto) y gran parte de Europa. Es durante una estancia en enero de 1912 en el Castillo de Duino, en la costa adriática italiana, cuando Rilke escribe las primeras dos de las que después titulará Elegías Duinenses. En 1913 conoce a Freud en Munich; de 1916 a 1918 es reclutado en Viena para que preste sus servicios en el Archivo de Guerra, reclutamiento del que logra liberarse gracias a la intervención de la Princesa María de Thurn y Taxis-Hohenlohe. En 1919 se establece en Suiza (Castillo de Muzot), donde permanecerá hasta su muerte (por leucemia) el 29 de diciembre de 1926.
   A principios de febrero de 1922 Rilke se sorprende recitando unos versos que con vehemencia fluyen de su interior. Está a punto de acostarse cuando ésto sucede. Se sienta junto a la chimenea y se vé sentado en la silla que está enfrente de él recitando esos versos: son los veinticinco sonetos de la Primera Parte de los Sonetos a Orfeo, compuestos entre los días 2 y 5 de ese beatífico mes. Los días 7 al 11 seguirían las Elegías Duinenses 6, 7, 8, 9 y 10; el día 14 escribiría la Quinta Elegía; y del 15 al 23 los veintinueve sonetos de la Segunda Parte de los Sonetos a Orfeo: esta cascada poética la describió Rilke mismo como „si hubiese estado cautivo de un innombrable huracán creativo.“
   En estas obras cumbres Rilke logra una elocuencia impar, ora observando, ora confesando sus experiencias ontológicas sobre la posibilidad del humano de ser. El evangelio rilkeano de las Elegías refleja la postura de Rilke ante las preguntas sustanciales de la vida: en ellas Rilke aborda el devenir, la fragilidad, la insustancialidad del ser humano, su fugacidad, su errancia perenne, lo extraordinario de la existencia, la certera conciencia de la muerte y la simple y a la vez intrincada problemática del amor.
   Los protagonistas de las Elegías son, todos, expresión primigenia del concepto que encarnan o cosifican: ángeles, héroes, saltimbanquis, marionetas, lametaciones, el padre, la madre, sí mismo, las amantes, los amantes, la higuera, el árbol, la fuente, los animales, el laurel, la muerte, las constelaciones, el cosmos.
   En no pocas ocasiones se encuentran pasajes que en una primera lectura nos parecen oscuros y, por ello, obstaculizan nuestra „comprensión“ del poema: comprender un poema es como comprender un ser humano: ¿cuánto tiempo necesitamos para comprenderlo? ¿cuántas veces hay que regresar a ese ser, „leerlo“, escucharlo, dialogar con él, contemplarlo en la distancia y amarlo? Un poema (y toda obra de  arte) exige esa misma dedicación de nosotros. En una carta escrita el 23 de abril de 1922 a su esposa Clara, Rilke menciona que „ahí donde lo oscuro permanece es donde se demanda no una explicación, sino una sumisión.“
   Ése es uno de los grandes retos de toda obra de arte: nuestra capacidad de someternos a ellas. Esta actitud es congruente con la del artista que se considera a sí mismo profeta, medio, mensajero (Rilke se consideraba así) que recibe su mensaje en un acto de fe (¿habrán entendido siempre las pitonisas griegas y los profetas bíblicos los mensajes que transmitían?). Ni siquiera a Rilke mismo podríamos exigir una explicación de algún pasaje de la Elegías que nos pareciera oscuro: así lo comunicó el 13 de noviembre de 1925 a su amigo Witold von Huléwicz: „¿Acaso soy yo quien debe dar la explicación correcta de las Elegías? Ellas alcanzan mucho más allá de lo que yo soy.“
   Una síntesis, más que superficial, de cada una de las Elegías, podría expresarse de la siguiente manera: en La Primera Elegía se discurre sobre la pequeñez del ser humano; en la Segunda sobre la lucha del ser humano con el ángel y sobre la imposibilidad de amar; en la Tercera sobre los peligros del amor en la evolución interior del ser humano; en la Cuarta sobre cómo el bailarín burgués, que intenta lograrse, es rebasado por la marioneta; en la Quinta, sobre los saltimbanquis, que son incapaces de construir una realidad; en la Sexta sobre los héroes, cuya constante transformación está reservada a unos cuantos; en la Séptima sobre la grandeza del ser humano; en la Octava sobre la necesidad de comprender lo abierto; en la Novena sobre el esplendor de la Tierra; y en la Décima sobre la transfiguración, con la muerte llevándonos al reino de las lamentaciones.
   Las Elegías Duinenses nos brindan la formidable oportunidad de sentarnos ante  nuestro corazón (¿quién no se sentó temeroso ante el telón de su corazón?, La Cuarta Elegía) y escudriñarlo, hurgar en él, descubrir qué o quién se ha apropiado de él y porqué (¿quizá una costumbre que gustó de él y allí se quedó?, La Primera Elegía), de qué está hecho, a qué huele, cuál es su constitución y cuán grande es su generosidad. Que la lectura y habitación de las Elegías Duinenses culmine en nosotros exclamando con Rilke:
                                     Mira, yo vivo. ¿De qué? Ni la infancia ni el futuro

                                 menguarán...Una existencia sobreabundante

                                 me brota en el corazón.
                                                                                  (La Novena Elegía)

©  Sergio Ismael Cárdenas Tamez.

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