Sentarse ante el corazón de
uno mismo
por Sergio Cárdenas
Mi primer contacto con la
poesía de Rainer Maria Rilke tuvo lugar en el verano de 1971. Me encontraba por
aquel entonces estudiando música
en el excelente Westminster Choir College, de Princeton, N. J. USA. Una
audición vocal que realicé en la primavera de ese año daría como resultado el
haber sido escogido pata integrar el selecto grupo de 40 voces del famoso
Wetsminster Choir.
El programa que este
coro debería interpretar duranto el año lectivo 1971-1972, incluía un gira por
diversas ciudades de la Unión Americana bajo la conducción del entonces célebre
Roger Wagner. Éste seleccionó para el programa de esa gira, entre otras piezas,
las seis hermosas obras corales que Paul Hindemith escribió al musicalizar
otros tantos poemas, escritos en francés, de Rainer Maria Rilke. Siempre he
pensado que estas seis pequeñas joyas musicales se cuentan entre las piezas
mejor logradas de Hindemith.
A la vuelta de varios años regresé a Rilke de manera
paulatina. Primero fue con la lectura de su Testamento;
luego leí sus Cartas a un joven poeta.
Pero el verdadero regreso a Rilke lo constituyó el préstamo de un libro: mi
querida amiga, la maestra Erika Kubacsek, directora del Coro Convivium Musicum,
me prestó (fue muy enfática en ello) su ejemplar de Das Stunden Buch (El Libro de
las Horas). Esto sucedió durante una de las muchas visitas que la Maestra Kubacsek hizo con su
Coro a la ciudad de Querétaro, donde fui Director Artístico de su Filarmónica
hasta el verano de 1997, para deleitar a los queretanos cantando alguna de las
grandes obras de la literatura coral-orquestal.
A partir de este reencuentro ya no “solté” más a Rilke. En la primera oportunidad que tuve de viajar a Alemania después de aquel para mí afortunado préstamo de la Maestra Kubacsek, procedí a comprarme mi ejemplar de El Libro de las Horas, por lo que pude devorverle su ejemplar a la Maestra Kubacsek. La poesía de Rilke pasó a ocupar, desde luego, uno de los nichos privilegiados que le he construido a los artistas creadores que me son más caros.
A partir de este reencuentro ya no “solté” más a Rilke. En la primera oportunidad que tuve de viajar a Alemania después de aquel para mí afortunado préstamo de la Maestra Kubacsek, procedí a comprarme mi ejemplar de El Libro de las Horas, por lo que pude devorverle su ejemplar a la Maestra Kubacsek. La poesía de Rilke pasó a ocupar, desde luego, uno de los nichos privilegiados que le he construido a los artistas creadores que me son más caros.
No pude contener la tentación de
traducir poemas de Rilke y fue así como incursioné en esta fascinante actividad,
que tanto tiene de creativa. Mi experiencia como traductor se había limitado,
hasta entonces, a la traducción de diversas obras corales de Bach, Brahms,
Mendelssohn y otros compositores europeos. Ahí el reto era respetar la
direccionalidad musical original de la obra y respetar también el sentido
musical original con el que el compositor abordó el texto. Hoy día me siguen
gustando mis traducciones de la Pasión de N. S. J. según San Juan (Bach),
Un Requiem Alemán (Brahms) y Elías (Mendelssohn), por ejemplo.
Al traducir la poesía de Rilke
puse atención, de manera especial, a lo que consideré la musicalidad del poema:
su sonido, su ritmo, su cadencia, su tono de expresión, su polifonía y su
policromía, sus analogías, etc. Descubrir en el poema origen y meta del mismo,
dónde la expresión es más fuerte que la gramática y sentir el peso mismo del
poema, son retos por demás similares o idénticos a los de un compositor musical
o de un director de orquesta sinfónica. En cierta forma un director de orquesta
(como también cualquier intérprete musical) „traduce“ en sonido vivo lo que el
compositor plasmó en los pentagramas y fuera de ellos, por lo que también se
hace necesario descubrir las voces interiores y tácitas de un poema.
Las Elegías Duinenses, iniciadas en el
Castillo de Duino (Trieste, Italia, en la costa adriática) en 1912 y
concluídas, tras diversas „escalas“ en Toledo, Roma, Munich y París, en el
Castillo de Muzot (en los Alpes suizos) en aquel beatífico mes de febrero de
1922, constituyen uno de los portentos de la literatura universal. Junto con
los Sonetos a Orfeo, las Elegías Duinenses
se yerguen imbatibles y cual faro de luz en la perspectiva de la creación
poética del Siglo XX. Ambos libros poéticos son el resultado de un largo
período de silencio en el que Rilke se ejercitó en el conocimiento de sí mismo
y en la experiencia sustancial del vivir: podría decirse que en esa década que
va de 1912 a 1922 Rilke entró en el servicio de sí mismo (J. F. Angelloz dixit).
Detrás habían quedado los Apuntes
de Malte Laurids Brigge (1910), que recogen esa lucha que Rilke sostuvo
(como la sostuvo Jacob con el ángel de Yahvéh) con el ángel poético. Al
terminar los Apuntes de Malte..., Rilke vive un período intenso de viajes: en
cuatro años visitará 50 lugares diferentes, incluyendo el norte de África
(desde Marruecos hasta Egipto) y gran parte de Europa. Es durante una estancia
en enero de 1912 en el Castillo de Duino, en la costa adriática italiana,
cuando Rilke escribe las primeras dos de las que después titulará Elegías Duinenses. En 1913 conoce a
Freud en Munich; de 1916 a 1918 es reclutado en Viena para que preste sus
servicios en el Archivo de Guerra, reclutamiento del que logra liberarse
gracias a la intervención de la Princesa María de Thurn y Taxis-Hohenlohe. En
1919 se establece en Suiza (Castillo de Muzot), donde permanecerá hasta su
muerte (por leucemia) el 29 de diciembre de 1926.
A principios de febrero de 1922
Rilke se sorprende recitando unos versos que con vehemencia fluyen de su
interior. Está a punto de acostarse cuando ésto sucede. Se sienta junto a la
chimenea y se vé sentado en la silla que está enfrente de él recitando esos
versos: son los veinticinco sonetos de la Primera
Parte de los Sonetos a Orfeo, compuestos entre los días 2 y 5 de ese
beatífico mes. Los días 7 al 11 seguirían las Elegías Duinenses 6, 7, 8, 9 y 10; el día 14 escribiría la Quinta Elegía; y del 15 al 23 los
veintinueve sonetos de la Segunda Parte
de los Sonetos a Orfeo: esta cascada poética la describió Rilke mismo como
„si hubiese estado cautivo de un innombrable huracán creativo.“
En estas obras cumbres Rilke
logra una elocuencia impar, ora observando, ora confesando sus experiencias
ontológicas sobre la posibilidad del humano de ser. El evangelio rilkeano de
las Elegías refleja la postura de
Rilke ante las preguntas sustanciales de la vida: en ellas Rilke aborda el
devenir, la fragilidad, la insustancialidad del ser humano, su fugacidad, su
errancia perenne, lo extraordinario de la existencia, la certera conciencia de
la muerte y la simple y a la vez intrincada problemática del amor.
Los protagonistas de las Elegías son, todos, expresión primigenia
del concepto que encarnan o cosifican: ángeles, héroes, saltimbanquis,
marionetas, lametaciones, el padre, la madre, sí mismo, las amantes, los
amantes, la higuera, el árbol, la fuente, los animales, el laurel, la muerte,
las constelaciones, el cosmos.
En no pocas ocasiones se
encuentran pasajes que en una primera lectura nos parecen oscuros y, por ello,
obstaculizan nuestra „comprensión“ del poema: comprender un poema es como
comprender un ser humano: ¿cuánto tiempo necesitamos para comprenderlo?
¿cuántas veces hay que regresar a ese ser, „leerlo“, escucharlo, dialogar con
él, contemplarlo en la distancia y amarlo? Un poema (y toda obra de arte) exige esa misma dedicación de
nosotros. En una carta escrita el 23 de abril de 1922 a su esposa Clara, Rilke
menciona que „ahí donde lo oscuro permanece es donde se demanda no una
explicación, sino una sumisión.“
Ése es uno de los grandes retos
de toda obra de arte: nuestra capacidad de someternos a ellas. Esta actitud es
congruente con la del artista que se considera a sí mismo profeta, medio,
mensajero (Rilke se consideraba así) que recibe su mensaje en un acto de fe
(¿habrán entendido siempre las pitonisas griegas y los profetas bíblicos los
mensajes que transmitían?). Ni siquiera a Rilke mismo podríamos exigir una
explicación de algún pasaje de la Elegías
que nos pareciera oscuro: así lo comunicó el 13 de noviembre de 1925 a su amigo
Witold von Huléwicz: „¿Acaso soy yo quien debe dar la explicación correcta de
las Elegías? Ellas alcanzan mucho más
allá de lo que yo soy.“
Una síntesis, más que
superficial, de cada una de las Elegías,
podría expresarse de la siguiente manera: en La Primera Elegía se discurre
sobre la pequeñez del ser humano; en la Segunda sobre la lucha del ser humano
con el ángel y sobre la imposibilidad de amar; en la Tercera sobre los peligros
del amor en la evolución interior del ser humano; en la Cuarta sobre cómo el
bailarín burgués, que intenta lograrse, es rebasado por la marioneta; en la
Quinta, sobre los saltimbanquis, que son incapaces de construir una realidad;
en la Sexta sobre los héroes, cuya constante transformación está reservada a
unos cuantos; en la Séptima sobre la grandeza del ser humano; en la Octava
sobre la necesidad de comprender lo abierto; en la Novena sobre el esplendor de
la Tierra; y en la Décima sobre la transfiguración, con la muerte llevándonos
al reino de las lamentaciones.
Las Elegías Duinenses nos brindan la formidable oportunidad de
sentarnos ante nuestro corazón
(¿quién no se sentó temeroso ante el telón de su corazón?, La Cuarta Elegía) y
escudriñarlo, hurgar en él, descubrir qué o quién se ha apropiado de él y
porqué (¿quizá una costumbre que gustó de él y allí se quedó?, La Primera Elegía), de qué está hecho, a
qué huele, cuál es su constitución y cuán grande es su generosidad. Que la
lectura y habitación de las Elegías
Duinenses culmine en nosotros exclamando con Rilke:
Mira, yo vivo. ¿De qué? Ni la infancia ni el futuro
menguarán...Una existencia sobreabundante
me
brota en el corazón.
(La Novena Elegía)
© Sergio Ismael Cárdenas Tamez.
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