jueves, 30 de enero de 2020

La experiencia Celibidache





La experiencia Celibidache

 El director de orquesta rumano es uno de los músicos más fascinantes, radicales y meticulosos del siglo XX


07.05.2019 00:00 h.
“No hay ninguna definición para la música. La música está fuera del pensamiento”. Es una de las muchas ideas que no se cansó de repetir el director de orquesta rumano Sergiu Celibidache (1912-1996), uno de los músicos más fascinantes y radicales del siglo XX. “La música no se entiende sino que se experimenta” es otra de las máximas a las que no dejó de dar vueltas en los meticulosos e interminables ensayos que siempre exigía antes de un concierto. “La música no es entretenida sino una oportunidad única de pasar de lo transitorio a lo eterno”. Todas sus opiniones fueron siempre contundentes e incluso brutales, sin que le importaran nunca la corrección política ni el más mínimo decoro diplomático. Toda su vida fue una lucha a brazo partido contra las inercias comerciales, industriales y tecnológicas de su tiempo. “La música puede transmitir tu singularidad. Y no hay nada más bello que eso”.
A principios de 1979, hace ahora cuarenta años, Celibidache fue nombrado director titular de la Orquesta Filarmónica de Múnich. Después de más de dos décadas trabajando en diversos países como director invitado, muchas veces de orquestas muy menores, Celibidache volvía a uno de los podios más relevantes de Alemania. El gran público europeo descubrió así a una especie de patriarca gitano con espesa cabellera blanca que proponía una experiencia musical opuesta a la que se estilaba entonces. Más que lentos, sus tempi eran abovedadamente amplios, capaces de conservar la trascendencia de cada nota. Muy pronto, los aficionados supieron que Celibidache se negaba además a grabar discos y que detestaba la publicidad o el divismo propio de muchos de sus colegas. Los diecisiete años que pasó al frente de la Filarmónica de Múnich, desde 1979 hasta su muerte en 1996, fueron en realidad el laurel de una trayectoria de ejemplar, difícil y conmovedora independencia, a lo largo de los cuales pudo por fin demostrar todo lo que había averiguado durante tantos años de estudio, sin dejar de buscar hasta el último día de su vida. 
Después de estudiar filosofía y matemáticas en Bucarest, Celibidache se fue con veinticuatro años a Berlín, donde estudió composición, dirección y musicología. En composición tuvo a Heinz Tiessen, un maestro que le cambió la vida. A partir de la década de 1960, el propio Celibidache sería también un excelente profesor –para él era tan importante enseñar como dirigir– y solía decir que ojalá pudiera hacer con alguno de sus alumnos lo que Tiessen había hecho con él. Tras doctorarse con una tesis sobre el compositor renacentista Josquin des Prés, Celibidache empezó a trabajar como director de orquesta en el Berlín devastado por la guerra. Su gran oportunidad llegó en 1945. Willhem Furtwängler, titular de la Filarmónica de Berlín desde 1922, fue apartado de su cargo para ser sometido a un proceso de desnazificación que duró hasta 1947. El sustituto de Furtwängler, el ruso Leo Borchard, había muerto al poco de ser nombrado cuando un soldado estadounidense le disparó porque su chófer malinterpretó una señal de alto. Con tan sólo treinta y tres años, Celibidache se hizo cargo así de la dirección de la mejor orquesta del mundo, asumiendo el magisterio de Furtwängler, que ya sería para siempre su influencia más determinante. 
Al frente de la Filarmónica de Berlín, Celibidache dirigió más de cuatrocientos conciertos, ganándose tanto el favor del público como el de la crítica. Ya entonces empezó a ser conocido por su extrema exigencia y su carácter irascible, algo que incomodaba a menudo a los músicos, sobre todo a los de mayor edad. En la red puede encontrarse fácilmente un vídeo en el que se ve al Celibidache de entonces –aún muy delgado y con el pelo azabache– dirigiendo la obertura Egmont de Beethoven en las ruinas de la Philarmonie, un emocionante testimonio fílmico de lo que fue su labor de restauración artística en aquellos años de depresión y carencia. Cuando Furtwängler recuperó la batuta en 1947, Celibidache siguió con su maestro, acompañándole en varias giras por el extranjero. El 29 de noviembre de 1954, un día antes de la muerte de Furtwängler, Celibidache dirigió su último concierto con la Filarmónica. Fue un Deutsches Requiem de Brahms, apoteósico, según la prensa de la época. 
Los miembros de la Filarmónica de Berlín, como los cardenales en la Capilla Sixtina, eligen tradicionalmente a su director en un cónclave siempre muy reñido. En aquella ocasión –el 13 de diciembre de 1954, dos semanas después de la muerte de Furtwängler–, los músicos sorprendieron a todo el mundo eligiendo a Herbert von Karajan en detrimento de Celibidache. Como contaron años más tarde algunos de los miembros entonces más jóvenes, Celibidache había tensado mucho las relaciones con la orquesta, tenía planes de jubilación para algunos de los músicos más viejos y su método de trabajo era a veces demasiado fatigoso, así que se decantaron por un director más pragmático y con mayor sensibilidad mercantil. Y en ese sentido no se equivocaron. Karajan convirtió la orquesta en una máquina perfecta de ganar dinero y en un vehículo de propaganda, gracias a ese sonido sedoso con que barnizaba todas las partituras que dirigía y con el que pretendió llegar, mefistofélicamente aliado con la tecnología, hasta el último rincón del planeta.
Celibidache se marchó entonces de Berlín y emprendió un viaje solitario y marginal por Sudamérica, Italia, España, Suecia y Dinamarca, dirigiendo orquestas de diverso nivel y dando clases en distintas escuelas. La originalidad de Celibidache como director radica en su condición de filósofo. Mediante una adaptación sui generis de ciertos aspectos de la fenomenología de Husserl y Hartmann, Celibidache reformuló la técnica del arte de la dirección, a partir también del ejemplo de Furtwängler y de la obra del director suizo Ernest Ansermet. “Dirigir es un constante marcar anacrusas”, solía repetir, infiriendo con ello que el movimiento de la música tiene lugar una unidad de pulso antes en la mano del director. El buen director no sigue la música sino que la precede, moldeando la masa sonora. Sus teorías –tanto en el campo de la práctica como en el estudio fenomenológico de cómo inciden los sonidos en la conciencia humana– terminaron por generar una escuela, con especial fortuna en el mundo hispánico, donde Celibidache tuvo muy pronto alumnos como Enrique García Asensio, Antoni Ros-Marbà, Sergio Cárdenas o Felipe Izcaray. Todos ellos han sido depositarios de unas lecciones socráticas que Celibidache nunca publicó, a pesar de que en varias ocasiones anunció que iba a escribir un libro sobre sus teorías.


Según contaba a menudo, Celibidache tuvo a los cuarenta y cuatro años una visión que le cambió para siempre. Fue en 1956, durante un concierto en la plaza de San Marcos de Venecia, cuando de pronto entendió que “en el principio está el final”, una experiencia de orden místico en la que sintió que trascendía el tiempo. El resto de su vida lo dedicó a tratar de compartir esa vivencia a través de la música. Celibidache fue un hombre muy espiritual e incluso se inició con Martin Steinke en el budismo zen, una religión de la que se confesaba practicante. De ahí que sus conciertos fueran siempre una especie de ceremonia religiosa, en la que invitaba al oyente a sumergirse en esa experiencia de disolución. Por ello mismo, su gran enemigo fue la rutina, la repetición de una misma forma de reproducir una determinada versión. Erfahrung Erlebnis  –experiencia y vivencia– eran sus palabras más repetidas en los ensayos. “En la música no se trata de experimentar la belleza, sino la verdad. La belleza es sólo el anzuelo”.
Como él mismo admitía, Celibidache era un hombre de extremos. Son conocidas sus apreciaciones demoledoras sobre la mayoría de sus colegas. Karl Böhm era “un saco de patatas”, Toscanini había sido “un idiota que gobernó durante sesenta años, el peor músico de todos los tiempos”, aunque las invectivas más duras las reservó siempre para Karajan, que entusiasmaba a las masas, “como la Coca-cola”. Durante un ensayo del concierto para violín de Sibelius, en 1985, le dijo a Anne-Sophie Mutter, entonces una joven prodigio recién descubierta por el director de la Filarmónica de Berlín: “Ahora olvide usted todo lo que ha aprendido de Herr von Karajan”. Según Celibidache, Karajan, que admiraba la escuela de Toscanini, había convertido la de Berlín en una orquesta americana, de sonoridad brillante pero superficial, traicionando el legado de Furtwängler, del que él mismo se sentía ya el único custodio. De entre los músicos de su generación, tuvo especial complicidad sobre todo con el pianista Arturo Benedetti Michelangeli, a quien consideraba un genio y con quien actuó en numerosas ocasiones, interpretando por ejemplo el concierto en sol de Ravel, del que ha quedado por fortuna grabación fílmica. 
Cuando asumió la dirección de la Filarmónica de Múnich, Celibidache se apostó entero en transformar la orquesta en el modelo de lo que él consideraba el verdadero sonido alemán, el primigenio Urdeutsche. Muy pronto convirtió a la de Múnich en una de las mejores orquestas del mundo, llevando su repertorio favorito –Bach, Mozart, Beethoven, Brahms, Schubert, Tchaikovsky y Bruckner, sobre todo– a las grandes salas de Europa, América y Asia. Su gusto musical era también muy intransigente. Toleró muy poca música del siglo XX. Mahler ya había sido para él una verdadera catástrofe, lo mismo que Schoenberg, de quien dijo que era “un compositor –si es que así se le puede llamar– de una espantosa estupidez. Todo lo suyo suena igual. Por fortuna, su influencia no ha durado mucho y su sistema dodecafónico, con todos sus imitadores y apóstoles, es patético y se ha derrumbado de la misma manera que el sistema comunista”.
El compositor con el que mayor intimidad estableció fue sin duda Bruckner, al que consideraba el mejor sinfonista de la historia. Gracias, paradójicamente, a esa tecnología de la que tanto abominó, hoy podemos disfrutar del recuerdo de lo que Celibidache, en la década de 1980 y principios de la siguiente, hizo con todas las sinfonías de Bruckner, sobre todo con las maduras, de la cuarta a la novena, cada vez con mayor intensidad y detalle. Hay en la amplitud de esos tempi una especie de pulso suicida contra su propia época. Cuanto más veloz y frenético se volvía el mundo, mayor lentitud le oponía él, convirtiendo su ejecución en un espacio salvo. Su a veces incomprensible morosidad se podría ver así como una resistencia a un entorno hostil, como si fuese una afirmación que niega, buscando aire. “Al final de una sinfonía de Bruckner experimentamos una sensación de plenitud, la sensación de atravesar el todo”.  
Tras la muerte de Karajan en 1989, el presidente de la República Alemana, Richard von Weizsäcker, en un gesto político que le honra para siempre, invitó a Celibidache a volver a dirigir la Filarmónica de Berlín en dos conciertos benéficos que tuvieron lugar en abril de 1992, en el Konzerthaus de la capital. Celibidache siempre se consideró un berlinés y aceptó la invitación encantado e incluso emocionado. Como era de rigor, Celibidache exigió muchos más ensayos de lo habitual, en este caso para preparar la séptima de Brucker que había elegido como programa. Según puede verse en el documental que se hizo sobre su reencuentro con la orquesta, Celibidache trabaja con los berlineses sin ninguna concesión, deshaciendo muchos de sus vicios contraídos –ese vibrato– y construyendo cada compás como si fueran unos principiantes. El inicio de la sinfonía le cuesta varios intentos, hasta que da con la expresión exacta: “Tiene que ser como si surgiera de la nada”. Los dos conciertos fueron por supuesto extraordinarios. Celi había cerrado un círculo. “En el principio está el final”.
Pero quizá su testamento sea la novena de Bruckner que hizo con su orquesta, la de Múnich, en 1995, poco antes de morir. La última sinfonía del compositor austríaco se considera inacabada, con tan sólo tres movimientos completos. Está dedicada al amado dios, Dem lieben Gott. Es una composición prodigiosa, el destilado de toda la música de Bruckner a las puertas de la muerte. Durante los ensayos, hay un momento en que se ve a Celibidache parar la orquesta y decir de pronto: “Ya lo han comprendido ustedes todo”. Y esa es la sensación que uno tiene cuando escucha el concierto. Celi y su orquesta son ya un solo cuerpo, avanzando por cada pasaje de la sinfonía con toda seguridad y con la máxima hondura, con la naturalidad de quien se encamina hacia la plenitud, ya sin el peso del pasado, ligero como un niño, hasta esas últimas notas de la trompas, en el adagio final, que son como un bautismo de luz. Es ist so, maestro.

 Andreu Jaume (Palma, 1977) es editor y crítico. Ha editado la obra ensayística de autores como Henry James, T. S. Eliot, W. H. Auden, así como la correspondencia y los diarios de Jaime Gil de Biedma. Es responsable de la edición en cinco volúmenes (Debolsillo, 2013 y Penguin Clásicos 2016) de la obra completa de Shakespeare, de quien también ha traducido y editado El rey Lear (Penguin Clásicos, 2016).


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