viernes, 14 de febrero de 2020

Seguiremos balbuceando



SEGUIREMOS BALBUCEANDO
por Sergio Cárdenas*

para Susana Gómez Gómez



Dios: una idea que ha estado en el pensamiento humano de todos los tiempos.
Dios: un negocio muy bien aprovechado por ciertos imperios que se autonombran
           religiones.
Dios: una aspiración permanente del ser humano.
Dios: el resultado de una impotencia: la impotencia del ser humano de dominar lo que  
           está más allá de sus límites.

     Los profetas bíblicos Job, Isaías y Jonás, se debatieron toda su vida con la idea de Dios. Hay quienes se dicen “ocupados” o “poseídos” por Dios: con ello, quieren hacer sentir inferiores a quienes no dicen lo mismo de sí mismos. Hay otros que con un pretexto similar, fundan sociedades expansionistas que propagan una manera de lidiar con esta vida y con este mundo a través de sus misioneros.

     Rainer Maria Rilke (1875-1926) ha sido uno de los pocos que se han ocupado de Dios: Dios como rumor de milenios, Dios como partícula elemental y como plenitud, Dios supeditado a la existencia humana, Dios como un invento perennemente perfectible del ser humano, Dios como la más antigua obra de arte.

     A finales de abril de 1899, Rilke emprendió junto con Lou Andreas-Salomé y con el marido de ésta, su primer viaje a Rusia. El 17 de marzo de 1926, pocos meses antes de morir, Rilke escribía: “Rusia (lo puede usted reconocer en libros como El libro de las horas, se volvió, en cierto sentido, el fundamente de mis vivencias y de mis visiones”.

     En el otoño de aquel 1899, aún bajo el embrujo de sus vivencias en Rusia, Rilke escribió en Schmargendorf (Berlín), la primera parte de El libro de las horas, misma que tituló El libro de la vida monástica.  Aquí, el poeta se presenta ante sus lectores como un joven monje (recordemos que Rilke tenía entonces 24 años de edad)

que rodea a Dios con pléyades de plegarias, no como una realidad trascendente más allá del tiempo y del espacio, sino como el numinosum de la pluralidad interior de las cosas, como el Ser por antonomasia que puede aparecer en mil diferentes figuras del tiempo espacial.*

     Casi al principio de este Libro de la vida monástica, leemos cómo el monje

Regresando a casa por el bosque en el cual las cimas se callaron, en medio de la tormenta, escuchando, sin respirar, oraba:

Vivo justo cuando el siglo se va.
Uno siente el viento de una gran hoja
En la que Dios y tú y yo escribimos
Y a la que se le da vuelta en lo alto por manos ajenas.

Uno siente el resplandor de una nueva página
Sobre la que todo puede aún suceder.
Las fuerzas calladas controlan su anchura
Y se ven oscuras unas a otras.

También al regresar a casa, al alzarse un flameante rojo alveolar en el pesado gris del cielo occidental, que dio a las nubes un nuevo, extraño color violeta: un atardecer nunca visto se escondía tras los árboles tiritantes. El monje sintió eso como una señal a la vuelta del siglo que provocó en él una devoción ante ella.

Yo lo deduzco de Tu Palabra,
de la historia de los gestos
con los que tus manos se redondearon
alrededor del devenir, limitantes, cálidas y sabias.
Dijiste: “vivir”, fuerte, y “morir”, quedo,
y continuamente repetiste: “ser”

Pero sí, antes de la primera muerte, vino el asesinato.
Una grieta recorrió tus ámbitos consumados
y un grito salió
y arrancó las voces
que apenas se congregaban
para decirte, para cargarte
un puente de todo abismo.

Y lo que desde entonces balbucean
son pedazos
de tu viejo nombre.

     Es en septiembre de 1899 cuando Rilke escribe estas y las demás plegarias de El libro de la vida monástica. Aquí el siglo es como la hoja de un libro, a la que manos ajenas le dan vuelta en lo alto. Sobre esa hoja escribieron Dios, Lou Andreas-Salomé ( en cuyas manos Rilke depositó este libro) y el propio Rilke. El joven monje, sin embargo, siente una esperanza: el resplandor de la nueva página, del nuevo siglo en el que todo puede suceder. Pero hay fuerzas oscuras que, calladas, someten a prueba la anchura de la nueva página.

     La fuera de los fenómenos de la naturaleza en la vuelta del siglo que vive el monje, provoca en él un sentimiento de impotencia. El monje continúa su plegaria: deduce de la palabra bíblica y de los acontecimientos de la historia, cómo aquellas manos ajenas (de Dios) encierran y limitan el devenir humano de manera cálida y sabia: gritar fuerte al nacer, enmudecer al morir y, entre tanto, tratar de ser.

     Esta reflexión conduce al monje a la narración del primer asesinato, como lo narra la historia bíblica, un asesinato que al negarle la muerte natural al ser humano (a Abel), abrió una grieta en la estructura “perfecta” de la creación: ¿quién creó el asesinar? Los gritos de protesta que apenas se empezaban a juntar fueron arrancados de las voces y, desde entonces, sólo balbucean los pedazos del viejo nombre de Dios.

     A cien años de estas plegarias rilkeanas, los fanatismo fundamentalistas regresan a la escena mundial; también regresan los fanatismo xenófobos. Las catástrofes de la naturaleza no se han hecho esperar. En pocos días más, unas manos ajenas a nosotros le darán la vuelta a la hoja del siglo.

     Y necios, como somos, seguiremos balbuceando la pedacería del viejo nombre divino.


*Compositor musical, Director Artístico de CONSORTIUM SONORUS, orquesta de cámara (Ciudad de México)

©SergioIsmaelCárdenasTamez; Ansbach, Alemania; el 31 de octubre de 1999.

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