martes, 16 de marzo de 2010
FERIAL, de Manuel M. PONCE
El disco compacto ya está a la venta en las tiendas GANDHI de la ciudad de México.El siguiente texto se incluye en el librito que acompaña este disco compacto.
MANUEL M. PONCE Y SERGIO CÁRDENAS SE PONEN FERIALES
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR
DICEN los que saben que Manuel María Ponce Cuéllar nació el 8 de diciembre de 1882 en Fresnillo, Zacatecas, y que murió en la Ciudad de México el 24 de abril de 1948 en el número 47 de la calle de La Acordada, en la colonia San José Insurgentes; se supone, entonces, que murió a sus 66 años, no sin haber sido visto hacia 1923 en el Café de Nadie, en la Avenida Jalisco (hoy Álvaro Obregón), junto a los estridentistas y otros poetas, pintores y demás transeúntes de la vanguardia estética en los turbulentos años veinte, que gustaban de la colonia Roma. También se dice que en 1891, después de recuperarse de la eruptiva enfermedad mencionada en el título, compuso su primera obra, la Marcha del sarampión.
Por deambular entre las fechas por las que transcurrió su vida, fue contemporáneo del Modernismo (corriente artística surgida hacia la mitad del régimen porfirista); así como de la llamada primera revolución mexicana: la encabezada por el Ateneo de la Juventud en 1909, que aglutinó a intelectuales y artistas de todas las tendencias y disciplinas para renovar la cultura mexicana; y del vanguardismo de los años veinte. Casi todos los contemporáneos ilustres de Ponce, en el campo de las artes, eran como él, provincianos; alguno de ellos, también paisano suyo, como Ramón López Velarde. Al igual que los mejores de sus contemporáneos, Ponce supo transformar sus orígenes provincianos en una conquista de universalismo cultural, aunque sin perder el pie en sus raíces personales. Visto así, no cabe duda de que Ponce ingresó al mundo del arte mexicano junto con una voluminosa generación que, como él, buscaba renovar los lenguajes artísticos, filosóficos e intelectuales, con una urgencia de cambio que encontró expresión política en la Revolución de 1910. No obstante la luminosa constelación de personalidades que ese momento produjo en todas las áreas de la actividad humana en México, la individualidad de Ponce tuvo un innegable fulgor propio.
Aunque tampoco se haya dicho insistentemente, se sabe que por su sentido del humor, capacidad de impostación estilística, diversidad genérica, erudición, lecturas personales y por su generosidad, compartió con Alfonso Reyes una actitud fundacional que lo llevó a abrir puertas y ventanas en una casa cultural mexicana que comenzaba a reedificarse con los adobes dispersos del siglo XIX a causa de la Revolución (casa que, desde otras búsquedas, pretendía surgir, casi de la nada, de entre los cimientos nuevos del sonido trece –en el camino de Julián Carrillo–, del vanguardismo mexicanista –a lo Chávez y Revueltas– y de la música popular –a la manera de Moncayo–): Ponce, como sin querer, sabía jugar con las notas populares, con los mexicanismos, con los timbres de diversos instrumentos y con una tradición remontada desde Bach y Antonio de Cabezón hasta los autores alemanes y franceses modernos sin dejar de ser Manuel M. Ponce.
Algunos dicen que Ponce y Sergio Cárdenas se conocieron en el Café de Nadie, que Arqueles Vela los presentó; otros desmienten eso enérgicamente y aseguran que se hicieron amigos caminando por las calles de la San José Insurgentes. El caso es que se hicieron amigos y Sergio Cárdenas le propuso interpretar una selección de la obra ponceana, obra que, por otro lado, permaneció ignorada durante muchos años por razones de abigeato y usurpación intelectual que no vale la pena recordar, “¿verdad don Manuel?”, dice Sergio, mientras apura su café cortado, pues resulta más provechoso escuchar el modo como Guadalupe Parrondo ataca las notas del Concierto romántico (que elude deliberadamente los acentos mexicanistas y cita mañosamente los resabios románticos del título) mientras ellos conversan con un discurso hecho de blancas y negras, fusas y semifusas sobre la mesa del pentagrama. Como siempre que se encuentran Manuel y Sergio, a ambos les da por ponerse feriales y ya incorporan a Tomasz Strahl para que se acerque con su violonchelo, “con su golonchelo y violondrina”, bromea Ponce, recordando a Vicente Huidobro, pues el chelista pretende abordar ese homenaje a la sensualidad marmórea del Todo malogrado del escultor Jesús E. Contreras (1866–1902) después de la lectura de simbolismos y modernismos realizada por Manuel M. Ponce desde la interpretación y la batuta de Sergio Cárdenas… Todo un juego de conspiraciones y guiños entre amigos para hacer un disco llamado Ferial, “¿qué le parece?”, remata Cárdenas, casi contando con la instantánea aprobación de su interlocutor.
Sergio acuerda con Ponce el repertorio: interpretar el Concierto romántico, Chapultepec, Ferial, el Scherzino mexicano, Malgré tout, un Intermezzo y una Gavota. Ponce le revira a Cárdenas: “Sergio, si yo jugué con tantos estilos, apropiándome de ellos para hacer falsas atribuciones, ¿por qué no ejerce su talento como compositor jugando con algunas de mis piezas?”. El aludido no titubea y comienza a desgranar sobre la mesa sus propias fantasías alrededor de cuatro obras sugeridas porque, insiste Ponce, “quiero pedirle que usted sea compositor e intérprete en este disco”. Sergio Cárdenas sonríe mientras se comienza a escuchar la música que ambos producen desde esa mesa en forma de pentagrama, donde reposan sus respectivos cafés: cambio de ciertas armonías, algunas notas fuera, cambio de octavas y tonalidad… “¡Bien, muy bien!”, aplaude Ponce al escuchar una música a cuatro manos, una música Ponce y Cárdenas.
Dicen otros –también saben– que Manuel M. Ponce no ha muerto y frecuenta la amistad de Sergio Cárdenas (junto con varios amigos, él recupera y pone en oídos de todos un corpus musical esfumado durante años, antes del rescate que hoy aumenta el motivo para admirar a un compositor originalísimo: su desconocimiento y “ausencia” produjeron un hueco para la música mexicana, apenas en proceso de reparación). Sergio Cárdenas y Manuel M. Ponce sellan complicidades en el Café de Nadie: “éste es, apenas, el comienzo de una bella confabulación”.
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR es ensayista, poeta y cuentista, y profesor e investigador titular en el Área de Literatura del Departamento de Humanidades de la UAM–Azcapotzalco. Algunos de sus libros son: La mirada en la voz (ensayo, 1991), Panóptica (ensayo, 2001); Margarita en la rueca (poesía, 1988), La piel y su memoria (poesía, 1993), Para decir tu nombre, Aldaba y La espada entre los labios (poesía, 1997), Lugar del agua (poesía, 1999); Amor eterno (cuento, 1987), Los rostros de Urania (cuento, 1996) y Juguetería (cuento, 1999).
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