Mi encuentro con Sergiu Celibidache
Disipador de
Tinieblas
(primera parte)
por Sergio CÁRDENAS*
Emilio Fernando Ávila Navarro, in Memoriam.
Pocos meses después de haber llegado a Salzburgo para
continuar mis estudios en la entonces Hochschule für Musik “Mozarteum”, conocí
en Viena a Emilio Fernando Ávila Navarro, quien a la sazón se desempeñaba como
Agregado Cultural de México en Austria. Esto debe de haber sucedido hacia
finales de 1974 o principios de 1975. Entablamos de inmediato una amistad que,
para mi fortuna, siguió vigente toda su vida.
Desde nuestra primera conversación, Fernando, al enterarse
de que yo estaba estudiando la
carrera de dirección orquestal en el Mozarteum, me habló de Sergiu Celibidache,
un nombre del que yo, hasta ese momento, no había oído jamás. Fernando se
explayaba con entusiasmo y lujo de detalles en referencia a la casi indescriptible
bendición para la música que constituía Celibidache: su profunda musicalidad,
su conocimiento que bordaba en la dimensión cósmica, su grandiosa capacidad
para compartir sus periplos en las entrañas musicales con el vocabulario más
sencillo y más elocuente. Y, desde luego, de su profundo sentido de humanidad,
siempre empático, sensible, constructivo y coherente en todo lo que emprendía.
Así sucedía cada vez que tenía oportunidad de conversar con
Fernando. Me hablaba de los legendarios curso de verano en la Accademia
Chigiana, de Siena (Italia), de las veces que Celi (así nos empezamos a referir
al Maestro) estuvo en México (adonde llegó por invitación del entonces líder
sindical de los músicos de la Ciudad de México, don Juan José Osorio)
dirigiendo la entonces Filarmónica de la Ciudad de México (década de los ’60),
del paso de Celi ante otros organismos orquestales, etc.
Comprenderá quien esto lee que mi interés por conocer a Celi
crecía día tras día. Pero en Salzburgo, donde yo residía, el “amo y señor” del
devenir musical era Herbert von Karajan y Celi estaba, de hecho, vetado en esos
ámbitos. Todo giraba alrededor del tremendo negocio que Karajan había logrado
desarrollar con la participación de compañías disqueras, festivales, etc. Por lo tanto, pensar en la opción
Celibidache era algo así como arriesgarse al ostracismo del mundo musical
imperante. Pasaron aún muchos años hasta que, por ejemplo, Harnoncourt fue
“aceptado” en Salzburgo, donde “tuvo” que empezar como profesor de asignatura
en el Mozarteum, antes de poder presentarse en público con su ya para entonces
muy reconocido ensamble “Concentus Musicus Wien”.
A principios del año 1977, el violonchelista norteamericano
Michael Flaksman (1946-2019), me comentó que para el siguiente mes de febrero, Celi estaría
en Stuttgart como director huésped de la Orquesta de la Radio del Suroeste, una
excelente orquesta, por cierto. Flaksman había llegado a Salzburgo un par de
años antes como alumno del gran violonchelista italiano Antonio Janigro, de
quien al poco tiempo se convirtió en su asistente. Cuando dirigí mi primer
concierto como Director de la Sinfónica de la Hochschule Mozarteum, Flaksman
fue el solista del Concierto en Re-mayor, de Haydn. Desde entonces entablamos
una bonita amistad. Yo ya había compartido con Flaksman mi interés en conocer a
Celi y como Flaksman residía en Stuttgart, cuando me comentó que Celi estaría
allá, también me ofreció su departamento para toda la semana en la que Celi
estaría trabajando con la orquesta: “Yo estaré fuera, de gira concertística”,
me dijo.
La grabación de ese concierto se puede escuchar en: https://www.youtube.com/watch?v=VUizSDM17cE
Para enero del año 1977, ya llevaba yo año y medio como
director de la orquesta del Mozarteum.
Por razones que en su momento no alcanzaba a explicarme, pasaba yo por
un momento musical bastante crítico: de repente, me había yo vuelto muy
inseguro en todo lo que tenía que ver con la dirección, no encontraba el
“tempo” de las piezas y, peor aún, se me dificultaba mucho comunicar,
dirigiendo, lo que yo pensaba que era el “tempo”. Empecé a titubear mucho sobre
las cuestiones del fraseo, de las arcadas, el misterio de la sonoridad musical se volvió insondable,
cuál debe ser el tipo de ataque y cuál la respiración que corresponde, de la
concepción musical de figuras rítmicas, etc. Así que cuando Flaksman me habló
de la posibilidad de conocer a Celi en Stuttgart y recordando vividamente todas
las maravillas que el buen Fernando me había contado, decidí hacer el viaje a
Stuttgart. Arreglé en el Mozarteum los pendientes de la semana respectiva y
partí hacia la capital del estado de Baden-Würtenberg, a las márgenes del río
Néckar.
Bastaron unos cuantos compases de la obertura a “La forza
del destino” (Verdi), con la que Celi empezó el ensayo, para darme cuenta de lo
mucho que me había perdido hasta ese momento. En Salzburgo, desde la primavera
del año 1974, nunca me perdí de
ensayo alguno ni concierto u ópera con Karajan y su Filarmónica de
Berlín. A Salzburgo llegaban todas las orquestas y solistas famosos: asistí (claro,
clandestinamente) a todos esos conciertos. Se trataba de orquestas europeas de
gran calibre. Una vez logré colarme al concierto de la Filarmónica de New York,
dirigida por Bernstein, en la Sala Bruckner, de Linz, en la Alta Austria. Pues
aún con todo ese bagaje en mi memoria musical, lo que estaba yo descubriendo en
Stuttgart gracias a la magia de Celibidache, no tenía punto alguno de
comparación: expresividad orgánica, balance perfecto, suavidad o arrojo según
lo demande la pieza, direccionalidad del devenir musical, cantabilidad italiana
(en la obertura) y, con mayor sorpresa aún, una técnica de dirección
incomparable, impecable. Tras ensayar Verdi, Celi siguió con la Cuarta Sinfonía
de Brahms, que yo pensaba haber ya estudiado a fondo y sobre la que Celi me
desveló mundos sonoros y expresivos que yo (¿cómo era eso posible???)
desconocía.
Ese ensayo, primera vivencia con Celi, cuestionó de manera
absoluta todo mi devenir musical hasta ese momento. La situación “empeoró”
cuando, al terminar el ensayo, varios de los jóvenes aspirantes a directores
que habían presenciado como yo el ensayo, me invitaron a pasar con ellos al
camerino del Maestro: “Después de cada ensayo, él está siempre dispuesto a
responder cualquier pregunta relativa al ensayo y, a veces, incluso a dar una
pequeña clase de técnica de dirección”, me dijeron. Fui con ellos con enorme emoción e ilusión, a la vez con
temor tras sentirme profundamente cuestionado en el ensayo recién vivido.
En ese momento, en febrero del año 1977, yo contaba con 25
años de edad; había concluido en Princeton, NJ (USA) los estudios de Maestría
en Dirección Coral (1973) y había concluido, con mención honorífica, la Carrera
de Dirección Orquestal (1975) en el Mozarteum. Ya en el camerino con Celi, él nos empezó a hacer preguntas
sobre el ensayo, algunos hicieron otras preguntas sobre lo mismo, y yo, sentado
en un rincón escuchando con devoción y temor, entendía poco de lo que estaban
hablando: la direccionalidad del fenómeno musical, su espacialidad, sus
tensiones y distensiones, sus articulaciones grandes y las pequeñas, su
estructura instrumental, el efecto de la presión vertical sobre la horizontal,
etc, etc. Y yo, oyendo todo eso sobre lo que ningún profesor hasta ese momento
me había hablado ni tampoco ningún director de orquesta había logrado comunicar
(¿lo habrán sabido?), me preguntaba: “¿Qué he hecho en todos estos años? ¿Cómo
es que yo, con una Maestría del mejor colegio coral de los USA y un título en
dirección orquestal otorgado con mención honorífica por el legendario
Mozarteum, cómo es que yo, decía, nunca me había enterado de toda esa riqueza
musical y, por lo tanto, humana?”
Y luego, cuando el Maestro anunció que revisaría algunos
aspectos de la técnica de dirección orquestal, pues casi fue el acabóse para
mí: hasta ese momento, yo era considerado (casi) como una estrella de la
dirección musical. Y hete aquí, que al empezar la revisión celibidachiana, yo
ni siquiera sabía qué postura debería tener mi cuerpo para poder dirigir, ni
cuál era el principio básico del movimiento de los brazos y manos en la
dirección (“debes dirigir siempre la arcada”, decía el Maestro) y, por lo
tanto, a lo más que llegaba era a más o menos “aletear” pensando que eso era
dirigir. Se habló en esa breve
sesión de los puntos de la figuras de la dirección, de la decisiva importancia
de la anacrusa, de la correspondiente proporción del movimiento y, a vuelo de
pájaro, de cómo aplicar todo eso al ejercicio musical de tal manera que no se
volviese un fin en sí mismo. “No has aprendido a manifestar una relación de tus
movimientos con el fenómeno sonoro: tus movimientos deben propiciar el fenómeno
sonoro que la obra tiene en sí misma, y no sólo fungir como si fueras agente de
tránsito”, me dijo el Maestro.
Tras estas tremendas vivencias en tan sólo medio día, me vi
enfrentado al dilema de seguir haciendo todo como hasta ese entonces y por lo
que ya había recibido muchos elogios, o, una vez descubiertas las entrañas del
quehacer musical, una vez que el Maestro había disipado las tinieblas que impedían que me diera cuenta de todo
ello, abandonar o desechar casi todo lo hasta entonces aprendido y, de plano,
empezar de nuevo: se trataba de una decisión de vida. Así que cuando el
Maestro, al término de ese primer encuentro, anunció que impartiría un curso en
la Universidad de Tréveris (Trier, Alemania) en los meses de marzo y abril
siguientes, de inmediato decidí asistir a ese curso (duraría 5 semanas!) que,
seguro como ya lo estaba, sería de medular significado en mi desarrollo.
Para asistir a ese curso, tenía yo que resolver lo relativo
a las actividades que ya tenía programadas con la Orquesta del Mozarteum, entre
otras una grabación para la Radio Austriaca del Concierto para piano y
orquesta, en Sol-mayor, de Ravel, con una alumna destacada del Mozarteum. Pero
para mí la asistencia al curso de Celibidache tenía el primer lugar en la lista
de prioridades: si no conseguía permiso del Mozarteum para ausentarme esas 5
semanas, yo estaba dispuesto a renunciar a ese contrato. Hablé entonces con
quien había sido en el Mozarteum mi profesor de dirección y de composición,
Gerhard Wimberger: le transmití con detalles la vivencia de Stuttgart y mi
interés absoluto para estar en el curso de Celi. “No te preocupes”, me dijo,
“ese curso es muy importante para ti y no lo debes perder. Yo te voy a suplir
en todo lo que tengas programado y hablaré con el Rector del Mozarteum para que
autorice tu permiso”. Así sucedió, para mi enorme fortuna.
En otro escrito abordaré las vivencias del curso de Celi en
Tréveris, vivencias que llenarían todo un libro, por su cantidad y
calidad. Agradezco a Flaksman la
generosidad que me permitió estar en Stuttgart en aquella semana que se
convirtió en crucial para mi vida. Y al gran amigo, ahora fallecido, y
brillante compositor austriaco Wimberger, por el invaluable apoyo que me
permitió asistir al inolvidable y aún asimilable curso de Celibidache en
Tréveris en marzo-abril de 1977. Y, desde luego, al amigo Emilio Fernando Ávila
Navarro, por la generosidad que permitió que me acercara y conociera la
genialidad celibidachiana. +++
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Compositor musical y director sinfónico; Director Artístico fundador de
la orquesta de cámara Consortium Sonorus; Presidente de la promotora Música de
Concierto de México, S.C.
©Sergio Ismael
Cárdenas Tamez; Ansbach, Alemania, el 5 de agosto de 2018.