Extracto de la novela LA IGNORANCIA, de Milan KUNDERA. Maxi
Tusquets, 2018, pag. 146 a 149.
“En 1921, Arnold Schönberg proclama que, gracias a él, la
música alemana seguirá siendo dueña del mundo durante los próximos cien años.
Quince años después se ve obligado a abandonar Alemania. Después de la guerra,
ya en Estados Unidos y cubierto de honores, sigue convencido de que la gloria
jamás abandonará su obra. Reprocha a Igor Stravinsky pensar demasiado en sus
contemporáneos y descuidar el dictamen del porvenir. Considera a la posteridad
su aliado más seguro. En una carta mordaz dirigida a Thomas Mann ¡apela a la
época en la que “después de doscientos o trescientos años” al fin se sabría cuál
de los dos, Mann o él, era el más grande.
Murió en 1951.
En los decenios
siguientes su obra fue celebrada como la más grande del siglo, venerada por los
más brillantes compositores jóvenes que se declaraban sus discípulos; pero, más
delante, se aleja tanto de las salas de concierto como de la memoria. ¿Quién
sigue interpretándolo hacia finales del Siglo XX? ¿Quién lo cita? No, no quiero
burlarme tontamente de su prepotencia y decir que se sobreestimaba. ¡Mil veces
no! Schönberg no se sobreestimaba. Sobreestimaba el porvenir.
¿Había
cometido acaso un error de reflexión? No. Pensaba bien, pero vivía en esferas
demasiado elevadas. Debatía con los más grandes de Alemania, con Bach, con
Goethe, con Brahms, con Mahler, pero, por inteligentes que sean, los debates
sostenidos en las altas esferas del espíritu son siempre miopes con respecto a
lo que, sin razón ni lógica, ocurre abajo: ya pueden luchar a muerte dos
grandes ejércitos por causas sagradas, siempre será una minúscula bacteria
pestífera la que acabará con los dos.
Schönberg era consciente de la existencia de esa bacteria. Ya en 1930
escribía: “La radio es un enemigo, un despiadado enemigo que avanza
irresistiblemente y contra la que toda resistencia es vana”; la radio, “sin
sentido alguno de la medida, nos atiborra de música (…), sin preguntarse si
queremos escucharla, si tenemos la posibilidad de percibirla”, de tal manera
que la música pasa a ser un simple ruido, un ruido entre otros ruidos.
La radio
fue el pequeño arroyo en el que todo empezó. Llegaron después otros medios
técnicos para reproducir, multiplicar, aumentar el sonido, y el arroyo se
convirtió en un inmenso río. Si antaño se escuchaba música por amor a la
música, hoy aúlla constantemente por todas partes “sin preguntarse si queremos
escucharla”, aúlla por altavoces en los coches, en los restaurantes, en los
ascensores, en las salas de espera, en los gimnasios, en las orejas taponadas
por los walkman; música reescrita, reinstrumentada, acortada, desgajada,
fragmentos de rock, de jazz, de ópera, flujo en que todo se entremezcla sin que
se sepa quién es el compositor (la música convertida en ruido es anónima), sin
que se distinga el principio del fin (la música convertida en ruido no sabe de
formas): el agua sucia de la música en la que muere la música.
Schönberg conocía, pues, la bacteria, era consciente del peligro, pero
en el fondo no le prestaba atención. Como ya he dicho, vivía en las más altas
esferas del espíritu, y el orgullo le impedía tomar en serio un enemigo tan
pequeño, tan vulgar, tan repugnante, tan despreciable. El único gran adversario
digno de él, el sublime rival, contra quien combatía con brío y severidad, era
Igor Stravinski. De tal manera que acabó luchando contra su propia música para
ganarse los favores del porvenir.
Pero el
porvenir se convirtió en un inmenso río, el diluvio de las notas en el que flotaban,
entre hojas muertas y ramas arrancadas, los cadáveres de los compositores. Un día
el cuerpo muerto de Schönberg, a merced del trasiego de las olas embravecidas,
chocó contra el de Stravinski, y los dos, en una reconciliación tardía y
culpable, siguieron su vieja hacia la nada (hacia la nada de la música, que es el
estrépito absoluto).”
Schönberg, por Man Ray.
Publicación en EL PAÍS, 14 de septiembre de 2024.
150 años de Arnold Schönberg, el compositor que no escribía para imbéciles
La editorial Acantilado conmemora el aniversario del músico austriaco con la
edición española de su breve ‘Diario de Berlín’ y el homenaje que le dedicó su discípulo Josef Rufer
“Una especie de Chaikovski mejorado. ¡No pido más, por amor de Dios! Que vean en mí a un compositor que ha sido capaz de mejorar la música, eso es todo. Y luego, si es posible, que se conozcan mis melodías y que la gente las silbe”. Eran las aspiraciones de Arnold Schönberg (Viena, 1874-Los Ángeles, 1951) confesadas en una carta de 1947. El compositor austriaco, que vivía exiliado en Estados Unidos desde 1933, terminó harto del sambenito de moderno, disonante y experimentador.
Recuerda esta carta su discípulo Josef Rufer (1893-1985), dentro del ensayo titulado Homenaje a Schönberg, que Acantilado acaba de publicar junto al Diario de Berlín del compositor para conmemorar su 150º aniversario, que celebramos hoy. Y le añade una sabrosa anotación, de la misma época, que había encontrado entre sus papeles: “Yo no escribo para imbéciles. Un compositor que compone para el público no piensa en la música”. ***
Por Pablo L. Rodríguez