lunes, 21 de septiembre de 2020

LA VOZ, ESENCIA DEL SER

 

LA VOZ, ESENCIA DEL SER


     En el verano de 1962, acompañé a mis padres a la Ciudad de México. Mi padre tenía la intención de cerrar trato con una compañía fabricante de radiadores para que él fuera su distribuidor en Ciudad Victoria, a través de su taller de soldadura eléctrica y autógena. Esa visita fue la primera que realicé en mi vida a la capital mexicana. Estaba yo muy emocionado por ello.


      Recuerdo que nos hospedamos en casa de un hermano de mi madre, que fue durante esa estancia, nuestro “centro de operaciones”. Además de acompañar a papá a sus negociaciones por el rumbo de la Av. Insurgentes Norte, casi llegando a los Indios Verdes, y de visitar algunos familiares del lado materno, visitamos varios de los lugares que, de acuerdo a nuestro marco de referencia, más anhelábamos conocer. Uno de ellos, por ejemplo, era la Torre Latinoamericana. Subimos hasta el Mirador, contemplando asombrados la grandiosa capital mexicana.  


     De las visitas que más ilusionaban a mis padres, estaba el famoso Teatro Blanquita, cerca de la Plaza Garibaldi. Estuvimos ahí una noche que, para mí, fue muy reveladora. No recuerdo cuál fue el programa que se presentó esa noche, pero sí recuerdo, de manera aún más que vívida, lo que me subyugó y cautivó esa noche, lo cual fue todo un acontecimiento poderoso en mi vida.


     Hacia la mitad del espectáculo, el escenario se oscureció y vació de manera total. Tras unos momentos, se encendió un reflector sobre un imponente piano de concierto (de cola, lo llaman algunos) colocado en el centro del escenario; era la primera vez que yo veía un instrumento así. Todo el resto del teatro estaba a oscuras.  Apareció entonces en el escenario, un personaje que yo etiqueté como de edad avanzada, algo encorvado, casi arrastrando los pies y extremadamente delgado. De momento pensé que se trataba de Agustín Lara. Pero no, era, como lo descubrí muchos años después, Fernando Valadés (1920-1978), eminente compositor mazatleco, alguien desconocido para mí. Cuando bebé de unos dos años, la nana del niño Fernando confundió azúcar con insecticida para cucarachas y lo puso en el biberón del niño, lo que devino en una especie de parálisis de las piernas del niño Fernando. Seguro que por eso casi las arrastraba cuando se dirigía al piano en el Blanquita.  Don Fernando tomó su lugar en el banco del piano y empezó su participación. (1) 


 
                                    

     Desde sus entrañas, emergió una voz un tanto gruñiente cargada de tremenda expresividad que, de inmediato, me cautivó y me cautivó para siempre. La primera frase de su canto,  que la vertía como recitando, musitando de manera ríspida, tenía el texto “Con lágrimas de sangre pude escribir la historia de este amor sacrosanto que tú hiciste nacer…”. (2) Y, en efecto, me pareció que desde sus entrañas, lo que desde ahí emergía, eran lágrimas ensangrentadas que le raspaban toda la tráquea y la laringe y aquello era como si su canto fuera constituido por la sangre misma que bañaba el teclado, el instrumento y todo lo cercano a su boca. Era una experiencia alucinante (Roland Barthes: “Pero, la verdad de la voz, ¿no reside en la alucinación? ¿Acaso el espacio de la voz no es un espacio infinito?” (3).  Todavía hoy, al recordar tan arrebatadora vivencia, mi cuerpo vibra de emoción e, incluso, beatitud. Fue tal la intensidad de esa participación de don Fernando, que olvidé todo lo demás que se presentó aquella noche.


                                   
                                                    Fernando Valadés

     Guardé en mi corazón esa vivencia. ¿Qué era lo que había hecho que al escuchar aquel canto ensangrentado, emanado de un cuerpo que me parecía endeble, de un personaje desconocido para mí,  quedara yo irremediablemente atrapado por esa voz que musitaba con cierta  aspereza y que yo sentía que invadía mi ser?  ¿Cómo es posible que entonces, cuando yo apenas contaba once años de edad, esa experiencia, tan alejada de lo que sería “normal” para mi edad, se adueñara de mi más profunda emoción?


     Algo cercano en dimensión a esa vivencia había yo experimentado unos pocos años antes en mi ciudad natal. Recuerdo cómo en ocasión de una boda, mi tío Baldemar (hermano de mi madre) cantó en la ceremonia religiosa una plegaria que llevó su voz de manera intensa, irresistible, hasta las alturas de un Re-bemol, emitido con tanta convicción y fuerza que hizo que el canto de esa plegaria fuera lo único que mi corazón y memoria registró de ese servicio religioso. La emoción de esa vivencia estuvo muy presente en mí durante varios días después de la ceremonia religiosa.


     En el Evangelio según San Lucas (4), leemos la historia de los discípulos de Jesús en camino a la aldea de Emaús; comentaban sobre los acontecimientos relacionados con la muerte de Cristo. En eso estaban, cuando Jesús se les acercó, inquiriendo sobre qué discutían.  Los discípulos no reconocieron a Jesús. Al comentarle su asombro y decepción causadas por la muerte de Cristo  “porque esperaban que fuera él quien liberaría a Israel”,  Jesús, como narra el Evangelista, les “explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras”. 


     Al acercarse a la aldea, los discípulos invitaron a Jesús a que se quedara con ellos, porque ya era  tarde. Sentados a la mesa, Jesús tomó el pan, lo bendijo y lo repartió. De pronto, los discípulos reconocieron a Jesús, quien en ese momento desapareció.  Entonces los discípulos se dijeron: “¿No estaba ardiendo nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino…?”


     La mitología griega nos cuenta de lo mágico que era la voz de Orfeo: los árboles se inclinaban a oírla, las fieras venían hasta donde se encontraba Orfeo para, sentadas sobre el pasto, oírlo apaciblemente; los vientos se detenían a escucharle. Incluso se dice que con su canto y su lira, pudo vencer el poderoso y mortal canto de las sirenas, ante el que sucumbieron tantos.


     En la misma mitología, encontramos la historia de la hermosa ninfa Eco.  El médico polaco Adrzej Szczeklik (5) nos cuenta esta historia: 


     “Eco es el nombre de una oréade. Los mitos griegos no concuerdan en cómo se convirtió en la personificación de la voz incorpórea que retorna. Según unos, al enamorarse de Narciso sin ser correspondida, se sumió en una desesperación tan profunda que empezó a desaparecer (fisicamente), y fue disipándose hasta quedar reducida a una voz…No tiene nada de extraño que las lenguas de nuevo cuño, hayan incorporado su nombre. Hoy, la ninfa Eco se siente en ellas como en casa y, con el tiempo, ha llegado a ser tal vez la palabra más usada en la medicina contemporánea: Eco, ecografía, ecosonografía, ecocardiografía…Penetramos en el corazón con ondas sonoras y ellas rebotan, vuelven en forma de eco a partir del cual construimos la imagen del órgano, una imagen asombrosamente exacta. Los aparatos de diagnosis se desarrollan con tanta rapidez como si quisieran competir en precisión con la ecosonda de los murciélagos.”


En un artículo que escribí en 2015 (6) In Memoriam del gran barítono mexicano Roberto Bañuelas, escribí lo siguiente:


     La mitología griega nos narra que cuando Zeus terminó sus trabajos de la creación del mundo, preguntó a los dioses si había aún algo que le faltara. Los dioses respondieron que sí: que faltaba que dotara al hombre de la voz para que con su sonido manifestara la esencia de la divinidad, pues el sonido es el don de una deidad, es su propia voz sagrada.


     La voz manifiesta la vibración del espacio sideral y la vibración de la razón. La voz es la manifestación del logos y del tonos, de la razón y del sonido. Cuando nos referimos a la música, que es la expresión de las Musas, esas deidades de la Grecia Antigua hijas de Zeus y dignas de adoración, nos referimos  a ese ámbito superior, diáfano y poderoso que constituye el reino del sonido.

     

     Beethoven decía que la música es la más verdadera de todas las manifestaciones del pensamiento. Es una  manifestación que se enuncia primigeniamente a través del canto y del habla, pues ellas reflejan ese imperativo del ser humano de alcanzar un entendimiento trascendental que le permita la comprensión y la percepción  de la esencia de las cosas y, a la vez, corrobore el milagro de la existencia humana. Día a día comprobamos que cuando el ser humano es sacudido por fuerzas elementales de su realidad, surge de inmediato el canto hablado o la canción para confirmar ese milagro existencial.


     En febrero de 1922, el poeta  alemán Rainer Maria Rilke (1875-1926), obedeciendo lo que él mismo llamó “un dictado superior”, escribió en pocos días las dos series de los sublimes Sonetos a Orfeo, obras cúspide de la poesía de todos los tiempos. En esta concepción órfica del devenir humano, se le exige al poeta medirse con Orfeo mismo, es decir, con esa manifestación divina en la que el canto está en el aliento del soplo divino, pues sólo ahí ese canto puede devenir en revelación verdadera, en canto de la existencia y no como un sonido enamorado de su propio efecto acústico o que vibra con vanidad en cada intervalo como un canturreo volitivo, en vez de como un canto logrado. 


     En el Tercer Soneto de la Primera Serie, además de recurrir a metáforas bíblicas (como aquella tomada de los Evangelios en la que Jesús sentencia que será más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja a que un hombre acaudalado entre en el reino de los cielos), Rilke hace énfasis en el imperativo de liberar el canto de la apariencia, de la simulación, es decir, en que sea sólo una revelación verdadera en la que el sonido es la significación del ser del mundo, significación que está más allá del dilema de la razón y nos remite al sentido original de la filosofía: es el arte más elevado de las Musas, como afirmaba Sócrates. Alcanzado este nivel, el cantor, como el camello en la parábola bíblica referida, podrá seguir el camino de la divinidad a través de su angosta lira. 


     No es el aplauso pasajero ni el estrellato, globalizado o no, lo que nos garantiza la integridad del canto, por más que por esas mismas presiones se nos haga abrir la boca y emitir efectos acústicos, de alturas definidas o indefinidas. Es el obedecer el aliento divino lo que permitirá que el canto se logre, lo que hará de esa fugacidad un momento eterno, lo que, en suma, nos confirmará lo milagroso de nuestra existencia.


     El filósofo esloveno Slavoj Zizek (*1949), en su libro “Amor sin piedad” (7), escribe:


“…en el momento en que un ser vivo comienza a hablar, el medio por el que habla (digamos, la voz), es, en un mínimo grado, incorpóreo, en el sentido de que parece tener origen, no en la realidad material del cuerpo que vemos, sino en cierta “interioridad” invisible – una palabra dicha es siempre, aunque sea minimamente, la voz de un ventrílocuo, siempre resuena en ella una dimensión fantasmática-“. 


     El mismo Zizek, más adelante, citando a Hegel, se refiere a la Esfinge, 


     “…esa estatua sagrada del Antiguo Egipto que, cada atardecer, como por obra de un milagro, emitía un sonido de grave reverberación – este misterioso sonido, resonando mágicamente desde dentro de un objeto inanimado, es la mejor metáfora del nacimiento de la subjetividad, la metáfora más adecuada de la subjetividad en su status proto-ontológico…  

     

     Una insuturable fisura separa para siempre el cuerpo humano de “su” voz. La voz presenta la autonomía fantasmal, nunca pertenece del todo al cuerpo que vemos, de tal forma que, incluso cuando vemos a una persona viva hablando, siempre hay un mínimo de ventriloquia en ello: es como si la propia voz del hablante le vaciara y, en cierto sentido, hablase “por sí misma” a través de él.”


     En aquel canto subyugante de Fernando Valadés, había una manifestación plena de interioridad, era una voz que incluso superaba de manera poderosa  aquel organismo casi enclenque y frágil que, para mi fortuna, no se opuso o se atravesó en el camino del canto; o, como escribe Zizek, Valadés era vaciado por el canto y la maravillosa canción de Agustín Lara, asumida como tan suya por Valadés, se manifestaba por sí misma, sin cuarteaduras ni costuras en la expresión, liberada de toda apariencia o simulación. Así quedaba expresada la integridad artística esencial que no forcejeaba con el material que compartía, sino que compartía de manera enjundiosa, directa y con enorme generosidad expresiva, el Espíritu contenido en “Lágrimas de sangre…”, Espíritu que, a final de cuentas, revelaba la esencia de su ser. 


“ La esencia (el ‘grano) de la voz no es – o no lo es tan sólo – su timbre; la significancia a la que se asoma no puede justamente definirse mejor que como la fricción entre la música y otra cosa, que es la lengua (y no el mensaje en absoluto). El canto tiene que hablar, o mejor aún, tiene que escribir, pues lo que se produce…es escritura.” (8)


Lo cual se complementa con lo que escribe Pascal Quignard:


“ Aristóteles escribió que la psyché (en latín, el anima, en francés, aliento <soufflé> es como una tablilla en la que el sufrimiento se escribe. La música viene de allí.” (9)


     En un sentido similar nos podemos imaginar a la poderosa voz de Jesús cuando hablaba a sus discípulos en el camino a Emaús, voz que hizo que el corazón de los discípulos ardiera: tal era su integridad, una voz de una sola pieza que compartía la esencia de su Espíritu. Y asimismo la voz de mi tío Baldemar (qepd), que emergía desde aquella persona bondadosa y afable, con fuerza cautivadora e irresistible.


     Qué poderío tan seductor debe de haber tenido Orfeo por sobre la naturaleza, que sucumbía ante su voz y su lira, instrumentos con los que asimismo se sobrepuso al mortífero canto de las sirenas, lo que contribuyó a que, entonces, se estableciera el rito órfico.


     Fue la voz de Max lo que más marco la memoria de manera significativa a su viuda; así lo comparte el poeta alemán Hellmuth Opitz (Bielefeld, *1959) en este conmovedor poema:


Cuando Max murió

no le dejó

a ella nada

más que su voz

en la contestadora.


Un día,

cuando se emocionó,

salió

sólo para llamar

a su casa

y oír como esa voz

se desplegaba

oscura y suave.


“Hable usted

después de la señal.

Yo devolveré su llamada.”


No le dejó

más

que su respiración. (10)


     Nuestra voz es nuestra tarjeta de identidad, como lo fue para la ninfa Eco: la voz nos refleja, nos delata, nos expresa. Nuestra voz manifiesta cuánto nos hemos logrado, qué nivel de trascendencia tenemos en relación con nuestro cuerpo, de cuánta vanidad debemos aún liberarnos a fin de que esa voz se exprese libremente, sin imposiciones ficticias, sino pura en la plenitud del Espíritu.

     


  1. (1) http://amigosdemazatlan.com.mx/FernandoValadesLejarza/
  2. (2) “Lágrimas de sangre”, es una canción de la autoría de Agustín Lara que, se dice, le compuso a           María Félix. Se puede escuchar en:  https://www.youtube.com/watch?v=Tzwii0RkN28 
  3. (3) Roland BARTHES: Lo obvio y lo obtuso. Editorial Paidós. Barcelona, 1986. Pág. 267
  4. ( 4) Lucas 24: 13-35

( 5) Andrzej SZCZEKLIK: Catarsis. Sobre el poder curativo de la naturaleza y del

        arte.  Acantilado. Barcelona, 2010. Pág. 96-97

(6) https://onomatopeyadeloindecible.blogspot.com/2015/03/in-memoriam-

       roberto-banuelas-en-la.html 

(7) Slavoj ZIZEK: Amor sin piedad. Hacia una política de la verdad. Editorial 

       Síntesis. Madrid. 2004. Pág. 55, 71 y 72

(8) Roland BARTHES: Lo obvio y lo obtuso. Editorial Paidós. Barcelona, 1986. Pág.268

(9) Pascal QUIGNARD: Butes. Sextopiso, Madrid, 2011, pág. 75

(10) Hellmuth OPITZ: Engel im Herbst mit Orange. Gedichte. Pendragon Verlag. Bielefeld. 2006.

       Traducción desde el alemán original de ©SergioIsmaelCárdenasTamez, Ciudad de México, 24

       de agosto de 2008.



©SergioIsmaelCárdenasTamez; Ciudad de México; el 21 de septiembre de 2020.


Sergio Cárdenas: Director Artístico de Consortium Sonorus, orquesta de cámara.

                               Presidente de Música de Concierto de México, S. C.




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