Rilke hacia 1900.
"El Libro de la Vida Monástica" es el primero de los tres que conforman "El Libro de las Horas", que Rainer Maria RILKE (1875-1926) escribió entre 1899 y 1903. Dedicado a Lou-Andreas Salomè, "El Libro de la Vida Monástica" recibió originalmente el titulo "Las Plegarias"; lo escribió entre el 20 de septiembre y el 14 de octubre de 1899, en Berlín-Schmargendorf. En el verano de ese mismo año, Rilke había viajado a Rusia, en compañía de Lou. En ese viaje, conoció a Tolstói y a Pasternak. Rusia tuvo un tremendo impacto en la religiosidad rilkeana, lo cual él reconoció toda su vida.
Desde la Edad Media, los "Libros de las Horas" eran libros de plegarias, comunes en los monasterios.
RAINER MARIA RILKE
EL LIBRO DE LAS HORAS
Libro Primero:
El Libro de la Vida Monástica
Traducción de
SERGIO CÁRDENAS
La hora se inc1ina y me toca
con claro golpe metálico:
me tiemblan los sentidos. Yo siento: lo puedo,
y sujeto el día plástico.
Nada se había consumado antes que yo lo viera
y cada devenir se había detenido.
Mis miradas han madurado,· y cual novia
le llega a cada quien la Cosa que desea.
Nada me es tan insignificante y a pesar de ello lo amo
y lo pinto grande sobre fondos dorados,
y lo alzo y no sé a quién
le desata el alma.
En el atardecer del 20 de septiembre, cuando tras larga lluvia
el sol se fue a través del bosque y de mí:
Vivo mi vida en círculos crecientes
que se extienden por sobre las cosas.
Quizá no concluya el último,
pero lo intentaré.
Giro alrededor de Dios, de la viejísima torre,
y giro a lo largo de milenios.
Todavía no sé si soy águila, una tempestad,
o un gran cántico.
Esa misma tarde, cuando regresaron el
viento y las nubes:
En el sur, donde el laurel se yergue en los monasterios
tengo muchos hermanos con sotana.
Yo sé cuán humanamente planean Madonnas
y con frecuencia pienso en jóvenes Tizianos
por los que pasa el Dios incandescente.
Pero como yo mismo en mí mismo considero:
Mi Dios es oscuro y como un tejido
de cien raíces que silenciosas beben.
Pero no sé más: sólo que yo me levanto
desde su calor, pues todas mis ramificaciones
reposan en lo profundo y sólo en el viento se agitan.
La misma tarde en el cuarto de estudio:
No nos es permitido pintarte arbitrariamente,
oh crepusculoso del que se alza la mañana.
Sustraemos de las viejas vasijas de colores
los mismos pincelazos y los mismos rayos
con los que el Santo te dispensó.
Ante ti pintamos imágenes sobre los muros;
así te rodean ya mil muros:
Pues nuestras manos piadosas te envuelven
tan frecuentemente como nuestros corazones abiertos te ven.
La misma noche:
Amo las horas oscuras de mi sustancia
en las que mis sentidos se profundizaron;
en ellas encontré, como en viejas cartas,
mi vida cotidiana ya vivida,
lejana y rebasada como una leyenda.
De ellas he aprendido que tengo espacio
para una segunda, amplia vida intemporal.
Y a veces soy como el árbol
que maduro y murmurante, sobre una tumba
el sueño cumple que el doncel muerto
(sobre quien se amontonan sus cálidas raíces)
perdió en tristezas y cantos.
El 22 de septiembre, en el bosque:
Tú, Dios vecino, cuando yo a veces
te molesto con fuertes toquidos en la larga noche,
es así porque raras veces te oigo respirar
y sé que estás solo en la sala.
Y cuando necesitas algo, no hay nadie
que alcance una bebida a tu tacto;
yo escucho siempre. Da una pequeña señal.
Yo estoy muy cerca.
Sólo una delgada pared hay entre nosotros,
casualmente; pero podría acaecer
un grito de tu boca o de la mía
y se vendría abajo
sin ruido y sin exclamación alguna.
Se erigió con tus imágenes.
Y tus imágenes están ante ti como sustantivos.
Y cuando alguna vez la luz flamea en mí,
con la cual mi profundidad te reconoce,
se malgasta como brillo en sus marcos.
Y mis sentidos, que rápido se paralizan,
están separados de ti y sin hogar.
Si sólo una vez hubiera quietud total.
Si lo coincidente y lo aproximado,
si la risa vecina enmudeciera,
si el ruido que hacen mis sentidos
no me obstaculizara tanto el vigilar.
Entonces yo te podría pensar
en mil pensamientos hasta tu orilla misma
y te podría poseer (sólo durante una sonrisa)
para regalarte a todo lo viviente
como un agradecimiento.
Regresando a casa por el bosque, en el cual las cimas se callaron,
en medio de la tormenta, escuchando, sin respirar:
Vivo justo cuando el siglo se va.
Uno siente el viento de una gran hoja
en la que Dios y tú y yo escribimos
y a la que se le da vuelta en lo alto por manos ajenas.
Uno siente el resplandor de una nueva página
sobre la que todo puede aún suceder.
Las fuerzas calladas controlan su anchura
y se ven oscuras unas a otras.
También al regresar a casa, al alzarse un flameante rojo alveolar
en el pesado gris del cielo occidental, que djo a las nubes un nuevo,
extraño color violeta: un atardecer nunca visto se escondía tras los árboles tiritantes.
El monje sintió eso como una señal de la vuelta del siglo que provocó en él
una devoción ante ella:
Yo lo deduzco de tu palabra ,
de la historia de los gestos
con los que tus manos se redondearon
alrededor del devenir, limitantes, cálidas y sabias.
Dijiste: "Vivir", fuerte, y "Morir",· quedo
y continuamente repetiste: "Ser".
Pero sí, antes de la primera muerte vino el asesinato.
Una grieta recorrió tus ámbitos consumados
y un grito salió
y arrancó las voces
que apenas se congregaban
para decirte,
para cargarte
un puente de todo abismo.
Y lo que desde entonces balbucean
son pedazos
de tu viejo nombre.
Mientras el monje leía la Biblia en una noche tempestuosa,
encontró que el asesinato de Abel sucedió antes de que apareciera la muerte.
Y se asustó profundamente en su corazón. Y como tuvo miedo, salió al bosque
y dejó entrar toda luz y todo aroma y los muchos ruidos piadosos del bosque,
que cantaban más fuerte que como sus pensamientos deambulaban.
Una de las siguientes noches soñó este sueño para el que encontró <estos> versos:
Habla el pálido doncel Abel:
Yo no existo. el hermano me ha hecho algo
que mis ojos no vieron.
Me ha privado de la luz.
El hizo a un lado mi rostro
con su rostro.
Ahora él está solo.
Creo que él debe aún vivir.
Pues nadie le hace lo que él me hizo.
Todos siguieron mi camino,
todos llegan delante de su ira,
todos se pierden en él.
Yo creo que mi hermano mayor vela
como un tribunal.
La noche pensó en mí,
no en él.
Y desde un sentimiento liberado, el monje agradeció:
Tú, oscuridad, de la que procedo,
te amo más que a la flama
que delimita el mundo
en lo que brilla
para cierto circulo
en el que nadie sabe nada de ella.
Pero la oscuridad contiene todo consigo:
figuras y flamas, bestias y a mí,
tal cual los reúne,
seres humanos y poderes...
Y puede suceder que una gran fuerza
se mueva en mi alrededor.
Yo creo en las noches.
Creo en todo lo que aún no se ha dicho.
·- Quiero liberar mis sentimientos más piadosos.
Lo que aún nadie se atrevió a desear
me devendrá alguna vez involuntariamente.
Si eso es muy temerario, Dios, perdona.
Pero con ello sólo te quiero decir:
Mi mejor fuerza debe ser como un motor
sin enojo ni timidez;
así es como te quieren los niños,
Con este diluviar, con este desembocar
en brazos extendidos en el mar abierto,
con este creciente retorno
te quiero reconocer, te quiero predicar
como nadie lo hizo antes.
Y si eso es cortejo, déjame ser cortejador
para mi plegaria,
que se yergue tan solitaria
y seria ante tu frente nebulosa.
Estoy muy solo en el mundo y sin embargo no tan solo
como para bendecir cada hora.
Soy muy insignificante en el mundo y sin embargo no tan pequeño
como para estar ante ti como una cosa,
oscura y discreta.
Quiero mi voluntad y quiero acompañar mi voluntad
en el camino de los hechos.
Y quiero en tiempos tranquilos, de alguna manera titubeantes
cuando algo se avecina,
estar entre los sabios
o solo.
Te quiero siempre reflejar en toda tu figura
Y nunca quiero estar ciego o tan viejo
para poder sostener tu imagen pesada y vacilante.
Me quiero desdoblar.
En ningún lugar quiero permanecer encorvado
pues allí se me habrá mentido donde yo esté encorvado.
Y quiero que mi espíritu
se yerga ante ti. Me quiero describir
como una imagen que vi,
largamente y de cerca,
como la palabra que yo entendí
como mi tarro diario,
como la faz de mi madre,
como una nave
que me cargó
a través de la más mortal de las tempestades.
Como ves, quiero mucho.
Quizá lo quiero todo:
lo oscuro de cada caída infinita
y el tembloroso juego de luces de cada ascenso.
Viven tantos que nada desean,
y a través de sus juicios ligeros
son entronizados en sentimientos planos.
Pero tú te regocijas con cada rostro
que sirve y está sediento.
Tú te regocijas con todos
los que te utilizan como a un aparato.
Aún no estas frío y no es tan tarde
para bucear en tus profundidades que están deviniendo
donde la vida tranquilamente se traiciona.
Te construimos con manos temblorosas
y apilamos átomo sobre átomo.
Pero a ti, catedral,
¿quién te puede concluir?
¿Qué es Roma?
Se desmorona.
¿Qué es el mundo?
Será destruido
antes que tus torres carguen cúpulas
antes que tu frente se eleve
desde millas de mosaicos.
Pero a veces, en sueños,
puedo sobrever
tu espacio,
profundo desde el origen
hasta la cúspide dorada del techo.
Y veo que mis sentidos
construyen y confeccionan
los últimos adornos.
Porque alguien alguna vez te deseó,
por eso sé que te podemos desear.
Si desecháramos todas las profundidades
como cuando una montaña tiene oro
y nadie más lo quiere extraer,
entonces algún día el río lo extrae,
el río que lo agarró en la quietud
de las rocas llenas.
Aunque no lo deseáramos:
Dios madura.
Quien reconcilia muchas contradicciones
de su vida y las concentra en un símbolo,
ése echa
a los ruidosos del palacio,
celebrará de manera diferente,
y tú eres el huésped
que él recibe en atardeceres tranquilos.
Tú eres el segundo de su soledad,
el centro tranquilo de sus monólogos;
y cada circulo que se te ha colocado
le tensa la rueda desde dentro del tiempo.
¿Qué yerran mis manos en los pinceles?
Cuando yo te pinto, Dios, apenas te das cuenta.
Yo te siento. Comienzas titubeante
en el ribete de mis sentidos, como con muchas islas,
y ante tus ojos, que nunca parpadean,
yo soy el espacio.
No estás más en el centro de tu resplandor
donde todas las lineas de la danza angelical
te desgastan las lejanías, como la música;
tú habitas en tu mera última morada.
Todo tu cielo escucha desde mis adentros
porque yo reflexionando te acallé.
Yo soy, tú miedoso. ¿No me oyes
impactarme con todos mis sentidos en ti?
Mis sentimientos, que encontraron alas,
girando blanquean tu rostro.
¿No ves mi alma, cómo se yergue
apretada ante ti en un atuendo de silencio?
¿Acaso no madura mi plegaria primaveral
por tu mirada como un árbol?
Si tú eres el soñador, yo soy tu sueño.
Pero cuando quieras velar, yo seré tu voluntad
y dominaré todo señorío.
y me redondearé como una quietud estelar
sobre la extraña ciudad del tiempo.
Y el monje se ilumina en su profundidad,
se siente regalado a todas las cosas y ubicuamente presente
en todo gozo, como el brillo se refleja en todo el oro del mundo.
Y asciende por sobre sus versos como sobre escalones y
nunca más se cansará de ellos.
Mi vida no es esta hora escarpada
en la que me ves presuroso.
Yo soy un árbol delante de mis trasfondos,
yo soy sólo una de mis muchas bocas
y soy aquélla que se cierra más pronto.
Yo soy la calma entre dos sonidos
que con dificultad se acostumbran uno al otro
pues el sonido muerte quiere sobresalir..•
pero en el intervalo oscuro
se reconcilian temblorosos los dos
...y la canción permanece hermosa.
En ellos el monje se acercó mucho a Dios.
Y por voluntad de la belleza, milagrosamente,
fuimos los dos consagrados como creación.
Somos como imágenes en el fondo de la vieja seda.
Y si yo pinto, sufro o sueño,
cuelgo cual alhaja brillante
sobre la oscuridad de tus hombros.
La belleza es el sentido de toda existencia.
Tomó primero de los lomos encubiertos
las arrugas falsas de una vergüenza podrida;
la alegría primera se mordió ante ella,
y la nostalgia y la aflicción cargan
su delgada corona, que deslumbra.
Ella volteará los valores que se han vuelto pesados,
pues sólo ella es totalmente justa.
Tú eres el principio, Dios, y yo, tu siervo,
soy para ti un nuevo comienzo.
Pero ella nos regalará para que no terminemos.
Aquí el monje era casi un artista, a pesar de que él se dejó construir
por sus versos, en lugar de construir sus versos. y el monje había plegado
sus manos y se paró en medio de la noche lunar, similar a los árboles
junto a él, en la piadosa y humillante oscuridad. Y así obligó a sus muchos
sentimientos que se volvieran versos, aún cuando emergieron de la confusión
y del salvajismo:
Si yo hubiera crecido en algún lugar
de días ligeros y horas delgadas,
te hubiera inventado una gran fiesta,
y mis manos no te sostendrían
como a veces lo hacen, duras y temerosas.
Allí me hubiera atrevido a derrocharte,
tú, contemporáneo ilimitado.
Como a una pelota
te hubiera aventado en todos los gozos
oscilantes, para que uno te atrapara
y tu caída
con manos altas detuviera,
tú, Cosa de las Cosas.
Te habría dejado brillar
como a una navaja.
Y haría cercar tu fuego
por el anillo más dorado
que me lo tendría que ofrecer
por sobre la mano más blanca.
Te habría pintado: no en el muro,
en el cielo mismo de orilla a orilla,
te habría construido como un gigante
lo habría hecho: como montaña, como fuego,
como viento venenoso que crece de la arena del desierto
o
pudiera ser...que yo te encontrara
alguna vez….
Mis amigos están lejos,
apenas oigo el eco de sus risas;
y tú: tú te has caído del nido,
eres un ave joven con garras amarillas
y ojos grandes y me das lástima.
(Mi mano es demasiado ancha para ti).
Y con el dedo levanto una gota del manantial
y yo escucho cómo la bebes con ansia,
y siento tu corazón y mi palpitar,
ambos de miedo.
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La última parte de este poema le vino a la cabeza del monje,
quien regresaba sin aliento del jardín, justo cuando atravesó
el umbral de su pequeña y acogedora buhardilla.
Pero ya para ese entonces los versos estaban listos.
Y vinieron a él como armonía y alegría, de tal manera que
rápido preparó su aposento y decidió irse a
dormir esa noche sin orar ni pensar.
Y antes de dormir le apareció un pequeño poema
que reconoció sonriendo:
Te encuentro en todas estas cosas
a las que soy bueno como un hermano;
otras veces te entregas con grandeza
como semilla de lo pequeño y de lo grande.
Ese es el maravilloso juego de las fuerzas,
que transitan tan serviciales a través de las cosas:
creciendo en las raíces, desvaneciéndose en las manivelas
y en las cimas como una resurrección.
Esa noche el monje fue despertado: era el llanto de su hermano
que le llegaba desde la celda cont!gua.. Y como su oído despierto
lo reconociera, se levantó, se ciñó el cinto y entró en la celda del
hermano. El monje joven enmudeció de inmediato. Pero el que
había sido despertado llevó el rostro lloroso, que enmudecía y
se oponía, a la delgada luz de la luna que entraba por la ventana,
le mostró un libro cerrado, que luego abrió en algún lugar, y
comenzó a leer esto en sus hojas brillosas:
La voz de un hermano joven:
Me escurro, me escurro
como la arena que se desliza por los dedos.
De pronto tengo tantos sentidos
que todos están sedientos de manera diferente.
Siento en cien lugares
crecimiento y dolor.
Pero sobre todo en medio del corazón.
Quiero morir. Déjame solo.
Yo creo que lograré
tener tanto miedo
Que los latidos se me reventarán.
Entonces el monje se regocijó:
Mira, Dios, viene alguien nuevo a construirte,
alguien que ayer era aún un doncel; las mujeres
formaron con sus manos
un pliegue que ya medio miente.
Pues su derecha desea la izquierda
para rebelarse o para saludar
y para estar sola con el brazo.
Todavía ayer era la frente como una piedra
en el arroyo, redondeada por los días
que no significan más que un oleaje
y que nada desean más que cargar una imagen
del cielo, que por accidente cuelga de allí;
hoy presiona
sobre ella una historia universal
ante un tribunal despiadado,
y se hunde en su condena.
El espacio devendrá en un nuevo rostro.
'· No había luz alguna antes de esta luz
y, como nunca antes, comienza tu libro.
Te amo a ti, la más suave de las leyes,
en la que maduramos cuando con ella luchamos.
Tú gran nostalgia, que no domamos,
· tú bosque, que nunca abandonamos,
tú canto, que cantamos con cada silencio,
tu red oscura,
en la que se refugiaron los sentimientos.
Tú te empezaste tan infinitamente grande
en aquel día, en el que nos empezaste;
y hemos madurado tanto en tus soles,
tan anchos y plantados tan hondo,
para que tú en los hombres, los ángeles y las Madonnas
con tranquilidad te puedas consumar.
Deja descansar tu mano en la ladera del cielo
y tolera mudo lo que te hacemos en la oscuridad.
Un día en el que no dejó de llover, se formaron hongos de grandes cabezas
en los troncos del bosque; apenas había suficiente luz en el mundo para
ver marchitar el brillo de las hojas rojas mojadas de lis viñedos:
l
Obreros somos: principiantes, aprendices, maestros,
y te construimos, tú alta nave central.
A veces viene un forastero serio,
pasa como brillo a través de nuestros cien espíritus
y nos muestra tembloroso un nuevo asidero.
Nos subimos a los armazones bamboleantes,
de nuestras manos cuelga pesado el martillo,
hasta que nos besa la frente una hora
que radiante y como si lo supiera todo
viene de ti, como el viento viene del mar.
Entonces resuenan los muchos martilleos
y por las montañas se van, golpe tras golpe.
Sólo cuando oscurece te dejamos
y tus emergentes perfiles se opacan.
Dios, tú eres grande.
Tú eres tan grande, que yo no soy más
cuando tan solo me coloco en tu cercanía.
Eres tan oscuro; mi poca iluminación
no tiene sentido a tu costado.
Tu voluntad se mueve como una ola
y los días se ahogan en ella.
Sólo mi nostalgia alcanza hasta tu mentón
y se planta ante Ti como el más grande de los ángeles:
un ángel extraño, pálido, aún irredento,
y te muestra sus alas.
Él ya no desea el vuelo sin destino,
en el que nadaron las lunas pálidas,
y de los mundos sabe lo suficiente desde tiempo ha.
Con sus alas y como con llamas desea
apostarse ante tu faz sombreada
y quiere ver en su apariencia blanqueada
si tus cejas grises lo condenan.
Y el monje citó e1 siguiente poema como respuesta:
Muchos ángeles te buscan en la luz
y chocan con sus frentes en las estrellas
por querer conocerte en cada resplandor.
Pero a mí me parece, cada vez que poetizo,
que con rostros volteados
se alejan de los pliegues de tu manto.
Pues tú mismo fuiste huésped del oro.
Sólo en honor de una época que te imploró
con claras plegarias marmóreas,
apareciste como el rey de los cometas
orgulloso del torrente de rayos de tu frente.
Regresaste a casa cuando esa época se derritió.
Tu boca, de la que yo soplo, es muy oscura,
y tus manos son de ébano.
En recuerdo y excitación:
Eran los dias de Miguelángel
sobre los que leí en libros extranjeros.
Ese era el hombre que sobre un tamaño,
grande como gigante,
olvidó la inconmesurabilidad.
Ese era el hombre que siempre regresa
cuando una época sintetiza de nuevo su valor
cuando se quiere acabar.
Entonces alza alguien toda su carga
y la avienta en el abismo de su pecho.
Quienes le precedieron tuvieron sufrimiento y gozo;
pero ahora él siente sólo el tamaño de la vida
y que él todo lo contiene como una cosa;
sólo Dios permanece lejos de su voluntad:
y por eso lo ama, con su enorme odio,
por esta inalcanzabilidad.
El monje había visto en un libro grande
una imagen del Moisés, de Miguelángel.
Por un dibujo conoció también la Pietà
inconclusa que se encuentra detrás del altar
mayor de la catedral de Florencia.
La rama del árbol de Dios, que se extiende sobre Italia
ya floreció.
Cargada de frutos
se habría podido quizá adelantar gustosa,
pero en medio del florecimiento se cansó
y ya no tendrá más frutos.
Allí estuvo sólo la primavera de Dios;
sólo su hijo, la palabra,
se consumó.
Ella vertió
toda su fuerza en el radiante doncel.
Todos vinieron con sus dones
hacia él;
todos cantaron como el querubín
sus alabanzas.
Y él despidió un aroma suave
como la rosa de las rosas.
Él era un círculo
alrededor de los despatriados.
Caminó con sus mantos y metamorfosis
a través de todas las voces ascendientes del tiempo.