Mozart, el misterio creativo
por Sergio Cárdenas*
En fechas recientes, en el marco de los preparativos para y durante el concierto titulado MOZARTEANDO, que ofrecí con CONSORTIUM SONORUS, tuve el privilegio y la inconmensurable alegría de reencontrarme con la maravilla diáfana, gozosa, contundente de la creación mozartiana. Esto sucedió en el contexto de la exposición que hicimos de algunas de sus sinfonías tempranas, incluyendo la primera que compuso, en 1764, en Londres, cuando apenas contaba ocho (8) años de edad.
Algunos, necesitados de “emociones más fuertes” y otras (supuestas) espectacularidades musicales, consideran que las obras tempranas de Mozart son insulsas, aburridas, que no “necesitan” ser escuchadas y, si acaso, sólo una a la vez. Quizá las consideren aburridas porque al enterarse de la tierna edad en la que Mozart empezó a deslumbrar como compositor, asocian la producción mozartiana a un nivel infantil que no genera interés alguno, argumento con el cual, dicho sea de paso, se da a entender que los niños, en general y también el niño Mozart, nada tienen que decirnos a nosotros, los experimentados o más conocedores adultos (que creemos ser).
Sépase que desde sus primeras obras, Mozart dejó en ellas elementos que las hacen inconfundiblemente mozartianas, algo que en las obras tardías es más fácil de reconocer. Sépase, además, que esas obras tempranas, por su excelente factura y la alegre espontaneidad que contagian, son obras que se “sostienen” por sí mismas frente a cualquier otra. Se trata de obras que ya demuestran el dominio mozartiano del oficio de la composición musical (la forma, los instrumentos transpositores, el “manejo” de la cuerda, las progresiones en las diferentes regiones tonales, la consumada escritura para los alientos, etc) y, más aún, nos las tenemos que ver con obras de alguien que, en efecto, tiene algo que decirnos, aclarando que ese algo que nos comunica, no ha perdido vigencia.
“…en las primeras composiciones, donde el uso del contrapunto es todavía ingenuo, la polifonía apenas presente, sobre el continuo e insistente retornar del bajo ostinato, ¿qué es lo que delata aquí, ya y enseguida, al verdadero Mozart? ¿qué lo revela, aunque sólo sea en la rápida aparición de un pensamiento que luego, inmediatamente, se disipa? ¿Tal vez no todavía algo único, pero ya especial? ¿Y podemos explicárnoslo o se trata de aquello que “se puede expresar solamente en Música” (Arnold Schoenberg)? Que quien rechaza el término de “inexplicable”, quien rechaza el “misterio creativo” –reconocido por el psicoanálisis como algo inexplorado- procure encontrar un sustituto de él o explicar, de otra manera propia, en qué consiste para él la unicidad de Mozart, dónde reside esta diferencia que también él la reconoce. Que nos explique porqué también a él Mozart le ofrece materia inagotable de reflexión. Aquí, como siempre, se nos pregunta cómo es posible que de la música de Mozart y de la historia de su influjo no se ocupen solamente los especialistas o la literatura vulgar o los esotéricos (y no por último, todas estas categorías juntas), cómo es posible que el fenómeno esté presente en cambio ante todos aquellos que disponen de alguna capacidad receptiva frente a la música. ¿Cómo puede ser que un bien cultural universal, que en último análisis no ha sido madurado todavía, sea un patrimonio intelectual siempre latente, aunque con demasiada frecuencia vertido en palabras, hacia el cual una enorme cantidad de personas tiene una relación bien definida, casi siempre positiva?”
“Pese a los excesos, las situaciones insólitas, el continuo variar de las condiciones de vida, a los ocho o nueve años el pequeño Mozart componía fertilmente, quizá bajo el estímulo de ambientes siempre nuevos. En Londres y en La Haya, en el año 1764-1765, comenzó a escribir sinfonías. La primera (KV 16), está en Mibemol-mayor, lo cual habla a favor de una precoz afinidad con esa tonalidad, y contra la hipótesis de que esta preferencia coincide con su adhesión a la masonería. También aquí el comienzo del allegro es convencional, ejercicio de un principiante cuya atención está, al inicio, totalmente dedicada al nuevo conjunto instrumental; pero ya en el segundo tema Mozart comienza a expresarse libremente, en la manifiesta alegría del proceso de descubrimiento y simultánea conquista de la composición para orquesta. Nos parece que el movimiento central en la tonalidad relativa de do-menor, puede hacer evidente, al menos aquí todavía, que esta tonalidad no está reservada al “doloroso pesimismo” (Einstein). Naturalmente, también aquí es posible, si se quiere, advertir un carácter de “lóbrego presagio”, pero debemos aceptar que éste es inherente a la disposición interior que asumimos al oír esta tonalidad, es decir, que tenemos modelos codificados de reacción… No será Mozart quien nos quiera “decir algo” a través de la elección de las tonalidades, sino las tonalidades las que nos dirán algo a través de él…”
“También en las primerísimas obras emergen los inconfundibles pasajes “a la Mozart”…y nosotros los esperamos como el proustiano Swan esperaba su “pequeña frase”. Y el pasaje llega, infaltable, tal vez incluso tan sólo un rápido pensamiento marginal o una súbita inspiración rítmica…No se trata tanto de desviaciones con respecto a la gramática musical de la época, como de variaciones del carácter dentro de una forma convencional.”
“El nombre de Mozart, como el nombre de Beethoven o Haydn, está ligado a una figura única, y como tal es inimaginable de otra personificación; es impensable que hoy alguien pueda estar a la altura de semejante privilegio. Sin embargo, Mozart, entre todos los que utilizan el concepto de “musicalidad” – cualquiera que sea su significado -, en forma más precisa todavía que los otros nombres, induce a la individualización de una particular disposición receptiva, una especie de transfiguración: aquí –esta es más o menos la motivación inexpresada de un sentir colectivo – una aparición única y singular, incomparable en su género, se encuentra indiscutiblemente y para siempre en la lista de los créditos de la vida, tan dominante y omnipresente que en parte nos reconcilia con aquello por lo cual la vida queda en deuda con nosotros. Mozart parece ser la reconciliación por excelencia, una especie de milagro redentor.” (1)
Considero que cualquier expositor musical que se precie de serlo, debe considerar un privilegio exponer la obra de Mozart, independientemente de la época de su composición; se trata de un privilegio no concedido a cualquiera, privilegio por el que debemos estar profundamente agradecidos cada vez que la vida nos depare la luminosa oportunidad de compartir lo que Emil M. Cioran llamó “la música oficial del Paraíso”.
(1): Hildesheimer, Wolfgang: Mozart. Javier Vergara, Buenos Aires, 1982 (pág. 19, 42 a 44)
*Director Artístico, fundador de CONSORTIUM SONORUS, orquesta de cámara (CdMx).
©SergioIsmaelCárdenasTamez, Ciudad de México, el 23 de febrero de 2020.
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