COMO UN RAYO DE LUZ HACIA EL INFINITO,
por Sergio CÁRDENAS*
Apenas llegué al primer asiento de la fila más alta del balcón más alto del Avery Fisher Hall, y ya Lorin Maazel estaba dando la anacrusa de una obra sinfónica que de inmediato me atrapó. Se trataba de una obra que escuchaba por primera vez y, sin embargo, me pareció de lo más entrañable: frescura, ligereza, fluidez, transparencia pero también carácter, enjundia, orientación, exuberancia expresiva, finura, luminosidad: ya no sabía yo a qué otros calificativos recurrir para hacer justicia a lo que mi espíritu estaba vivenciando y absorbiendo con tanta avidez.
Durante mi último semestre de estudios de la Maestría en Dirección Coral en el prestigiado Westminster Choir College, de Princeton, NJ, USA, configuré mi horario académico de tal manera que los viernes me quedaran libres de clases: tenía yo la intención de dedicar ese día a conocer más de la actividad musical profesional de la ciudad de New York. Esto era posible porque la distancia entre las dos ciudades es de poco más de 54 millas, es decir, casi 87 km, que los autobuses recorrían en poco menos de dos horas. Salía yo temprano por la mañana, a más tardar a la medianoche estaba yo de regreso en Princeton.
Así que tomaba en Princeton el autobús de las siete de la mañana y llegaba a la estación de Port Authority hacia las 9:40 de la mañana. Tomaba un café por ahí y me desplazaba lo más rápido posible al Lincoln Center, donde estaba la sede de la Filarmónica de Nueva York. Tuve la suerte de contar con la comprensión de los guardias de la entrada de artistas del Avery Fisher Hall: “te vas hasta el balcón más alto y te sientas en la fila más alta”, me instruyeron, para que yo pudiera escuchar los ensayos de la Filarmónica.
Así sucedió aquella mañana de principios de 1973 cuando tuve la epifanía de la música schubertiana que brindaban los filarmónicos neoyorquinos a los impulsos de Maazel. Maazel fue siempre muy meticuloso en su quehacer en el podio y exigía lo mismo de los ejecutantes orquestales. Ellos respondieron con una certeza fina, cuidada, elegante, lo que me transmitía justicia en su manera de exponer esa joya schubertiana: se trataba de la cautivadora Sinfonía no. 5, en Sibemol mayor, D485, de Franz SCHUBERT (1797-1828), obra cuya composición inició en septiembre y concluyó el 3 de octubre de 1816, en Viena, cuando el compositor contaba 19 años de edad. En ese mismo otoño, la obra se escuchó por vez primera en la casa de un músico del Teatro Imperial, Otto Hadwig, en Viena, expuesta por una orquesta de aficionados que el padre de Schubert había organizado para las sesiones musicales que realizaba en su casa.
La casa en la que nació Schubert. Hoy es un museo dedicado al legado del compositor.
Ese año, 1816, fue un año prolífico y, en parte, decepcionante en la vida de Schubert: además de la Sinfonía que refiero, compuso más de 100 canciones (Lieder), el Cuarteto para cuerdas en Mimayor (D353), la Sonata para piano en Mimayor, D459, concluyó su Cuarta Sinfonía, que él mismo denominó “Trágica”, y una cantata (ahora desaparecida) para honrar el 50º aniversario de la llegada de Antonio Salieri a Viena. (Salieri (1750-1825) era, por aquellos años, la máxima autoridad musical de Viena. En 1804, cuando Schubert apenas contaba siete años de edad, Salieri reconoció en él un talento excepcional, habiendo llegado a ser el maestro de teoría y composición musical de Schubert.)
Un mapa general de la ciudad de Viena, indicando la ubicación de Himmelpfortgrund, distrito en el que nació Schubert.
En los meses de abril y mayo de ese año, Schubert envió al eminente dramaturgo, novelista y poeta alemán Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), 28 de sus canciones musicalizando igual número de poemas de Goethe, quien le regresó a Schubert su envío tal cual había sido enviado y sin comentario alguno. Por esas mismas fechas, Schubert se inscribió para el puesto de Maestro de Música de la Escuela Normal, de Laibach (hoy, Liubliana, capital de Eslovenia); meses después, en agosto, le informaron que habían otorgado el puesto a otra persona.
Dirigí esta preciosa Sinfonía por primera vez en octubre de 1978, en el Palacio de Bellas Artes, de la Ciudad de México, al frente de la Orquesta Sinfónica Nacional (OSN). En ese Año del Sesquicentenario luctuoso de Schubert, el concierto de la OSN culminaba una serie de celebraciones por tal motivo. El comité encargado de ello me eligió para que dirigiera ese concierto. Resultó, para mí, un concierto memorable, muy afortunado, que hizo posible mi presentación pública conduciendo obras de tremenda exigencia musical, todas de la autoría de Schubert: la Obertura en Estilo Italiano, en Domayor, así como las Sinfonías 2, 5 y 8, “Inconclusa”.
Agradecí de manera emotiva, el cuidado y delicadeza con las que la OSN respondió a mis peticiones musicales, creando mundos sonoros cautivadores, irresistibles, que la confirmaban como un ensamble con la solvencia musical necesaria para comportarse cual debe ser ante tanta belleza que nos presenta Schubert. La OSN expuso con entrega y facilidad la poderosa dialéctica expresiva de Schubert cuyas seductoras manifestaciones transmitieron con las cadencias exigidas. Era como si se tuteara con el compositor y le comentara cosas que no comentara con otros compositores: Schubert propiciaba que la configuración sicológica de la OSN se pusiera en orden que, sin dar tregua, expusieran sus intuiciones musicales que, incluso, a veces son imposibles de describir.
La música de Schubert nos opone a la vivencias internas que se exceden en paradojas, contradicciones, caprichos y ocurrencias, a las que invita a confiar en el destino que esa música propone, que va mucho más allá de lo corpóreo (por lo físico de la vivencia) y del corazón mismo, pues el destino que propone es el amor, por muy resbaladiza que resulte esta imagen en el plano intelectual. A esta música, como a la de innumerables páginas eminentes del corpus musical, se le debe dar la libertad de hacer lo que tiene que hacer: que nos extraiga de nosotros mismos y nos llene como si tuviera tomando prestada nuestra vida.
Y sí, se requiere valentía y entereza para acceder a ofrendarse a la música, como lo propone esta de Schubert. Se trata de adentrarse en terrenos que quizá algunos casi consideren como tierra de nadie, pero no es así: se trata incluso de expresarse prescindiendo del lenguaje que sólo disimula intenciones, incapaz de decir lo que quiere decir; se trata de abrirse “de par en par”, por así decirlo, a eso otro que es la música, lo cual, hay que subrayarlo, ronda los ámbitos del erotismo y la libido, casi en sustitución de los placeres carnales, como ya alguna vez lo manifestó Cioran.
A veces pienso que la música de Schubert es como una guía turística del espíritu, una guía en la que el mapa es el sonido: con frecuencia se aventura a desviarse de las expectativas del trazo armónico y nos descubre recodos desconocidos que uno no imaginaba y que, de manera inevitable, uno termina amando. Schubert nos lleva por senderos pletóricos de sorpresas que, sin embargo, tienen en todo momento la mirada en su destino. Al vivenciar esta música, debemos dejar de contar compases, de tratar de inducir nuestro espíritu en cierta dirección: Schubert terminará imponiéndose hacia otro rumbo a través del cual, con sonoridad seductora, nos guía certeramente hacia la luz. ¿Será que la música de Schubert lo ubica como espeleólogo de nuestro espíritu?
La Sinfonía no. 5, de Schubert, es un dechado de clasicismo, de interminable inspiración melódica, de atrevimientos armónicos (en el primer movimiento, que se centra en la tonalidad de Sibemol, la recapitulación tiene lugar en Mibemol (!!!), rompiendo todas las reglas composicionales de la forma alegro-sonata), de enjundia rítmica, de pasajes que alternan lo bucólico con lo picaresco y lo dramático. Consta de cuatro secciones o movimientos: I: Allegro; II: Andante con moto; III: Menuetto; IV:Allegro vivace.
La maravillosa cantabilidad, presente en todo momento, alterna con momentos en los que se presenta una avalancha de sonidos que irrumpen de manera vibrante y excitante. Por momentos nos subyuga una intensa carga melancólica (¡segundo movimiento!) que combina con otros de sencillez, aunque nunca pierde fluidez y espontaneidad. De esta manera, Schubert rebosa de creatividad musical que al incorporar, desincorporar y reincorporar elementos, restaura el orden, nos restaura, nos redime del caos. Schubert retrotrae a nuestra memoria momentos de intensa expresividad que creíamos haber olvidado o perdido, nos inunda con un erotismo musical que rebasa el deseo y nos traslada, con incontestable regocijo, a regiones de beatitud espiritual, como si nuestro espíritu fuera un gran rayo de luz hacia el infinito.
* Premio Nacional de Artes y Literatura México 2021; Director Artístico/fundador de Consortium Sonorus, orquesta de cámara; Creador Emérito del Sistema Nacional de Creadores de Arte,
(c)SergioIsmaelCárdenasTamez; Ciudad de México; el 14 de mayo de 2023.
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