Un columpio será siempre una
provocación
por Manuel Naredo*
Escribe David
Huerta, el extraordinario poeta y maestro mexicano, sobre el también poeta
checo Rainer María Rilke, cuya obra inspira las composiciones que le dan forma
al disco que hoy se presenta:
“Rilke, poeta de lengua alemana, nació en una de las más
hermosas ciudades de Europa, Praga, en el corazón de Bohemia. Fue el suyo un
espíritu de fragilidad abismal; pero supo descubrir con los ojos abiertos
visiones únicas y tuvo el pulso firme para llevarlas al papel”.
Seguramente ese
mismo pulso firme del que habla Huerta, muy firme, es el que se requiere para
dirigir una orquesta, o el que es imprescindible para componer música. El que,
a fin de cuentas, es menester poseer para hacerle frente a la vida, siempre
provocadora de temblores y titubeos.
El pulso firme que
necesariamente tuvo que tener Sergio Cárdenas, quien tantos afectos tiene en
nuestro Querétaro, para llevar a las cuerdas y al clarinete lo muy complejo, y
paradójicamente, contradictoriamente, también lo extremadamente simple de esa
vida provocadora.
Rilke con tres
poemas: “Columpios”, “Cuando alguna vez te pierda…”, y “La Canción de la Estatua”, inspira a
Cárdenas, lo mismo en Ansbach, Alemania, que en Guanajuato, a crear la música del
disco que hoy nos ocupa, y tras esa inspiración, el propio Cárdenas, con esta
su música, nos inspira a su vez a nosotros, a quienes la escuchamos,
haciéndonos evocar, imaginar, recordar… Finalmente nos invita, o nos obliga, a
vivir o a revivir con ella.
Cárdenas, la
Filarmónica de Cámara de Polonia, y el clarinetista suizo Rolf Weber, nos
llevan de la mano hasta ese elemento tan ineludiblemente evocador que es el
columpio; nos hacen subir en él para dejarnos llevar por su vaivén, por su
surcar los aires, nuestros propios aires, para afrontar y confrontar, entre sus
notas, nuestros sueños y nuestros miedos, perdidos ya o aún vigentes.
Por siempre
montados en nuestro propio columpio, condenados a balancearnos sin medida por
nuestro mundo, yendo y viniendo sin parar y sin descanso, solemos pensar que
vamos cuando en realidad regresamos, pretendemos llegar al tiempo que partimos,
repetida e incesantemente, siempre de cero.
A veces con apuro,
a veces con calma; a ratos violentamente, a ratos atesorando una efímera paz,
nos columpiamos eternamente; o más bien, nos columpian por siempre.
“El columpio osciló a través del dolor”, reza el poema inspirador de Rilke. “Pero mira, era la sombra del árbol del que cuelga.
Si yo ahora huyo o hacia delante oscilo, aventado por el
impulso en el vaivén, todo eso no es aún ni siquiera el árbol.
Ya sea que oscile inclinado o de escarpada manera, yo
solo siento el columpio; de quien me carga, apenas me doy cuenta”.
El árbol del que
cuelga nuestro particular columpio permanecerá por siempre en el anonimato,
ausente de nuestro entendimiento; apenas, si acaso, nos dejará ver su sombra,
como diría Rilke, para que podamos conjeturar, tan sólo conjeturar, sobre su
existencia.
Al escuchar la
música de Cárdenas, evocando estas palabras del poeta checo, cada quien,
gracias a la maravillosa poción mágica del arte, podrá evocar a su vez sus
propias palabras, o sus propias imágenes. Yo personalmente tengo, desde luego,
las mías.
Un columpio será
siempre una provocación al sueño de volar, de despegar los pies del piso para
sentirlos desplazarse por los aires de la libertad. Nadie que haga a un lado la
distracción cotidiana, que se percate realmente de su existencia, puede escapar
al embrujo de un columpio, a la cosquillante tentación de treparse en él para
sentir, de manera fehaciente, que se está en posibilidades, en bendita
condición, de tocar las estrellas.
Pero también,
claro, un columpio es un inmejorable medio para recordar la niñez, porque
finalmente nos hace ver que todos, sin excepción, seguimos llevando a ese niño
que fuimos, lo hayamos o no traicionado aún, muy dispuesto a treparse en sus
posibilidades de aventura.
Por eso es que
escuchando este “Columpios”, pieza inicial que le da nombre al disco, a mi
imaginación vino presuroso aquel enorme, altísimo columpio que presidía el
jardín de la casa de un amigo de mi niñez. Con él vinieron también, desde
luego, el miedo que me producía, y la honesta admiración, casi la auténtica
envidia, que me provocaban los altos viajes por los aires de aquel mi
desenfadado amigo, sujeto apenas por las gruesas y largas cadenas que sostenían
su columpio.
Estoy seguro que,
de haber entonces vencido mi propio miedo a volar, al tiempo que hubiese visto,
en un ir y venir incesante, parte de las azoteas del Querétaro de los sesentas,
hubiese también logrado percibir, más allá del repicar de las campanas de la
cercana Catedral, la persistente presencia de un clarinete, burlando la barrera
invisible de los violines y horadando la grave consistencia de los cellos, a
veces apaciblemente, a ratos violentamente, como la vida misma, esa vida que
debe verse mucho mejor desde la altura de un columpio tan impresionante como el
que presidía el jardín de la casa de mi amigo de la niñez.
Cuando el maestro
Cárdenas me invitó a esta presentación le dije que seguramente había elegido
muy mal, pues no soy, es evidente, un conocedor de la materia; antes bien, me
considero un analfabeta musical. Pero lo que también es cierto y evidente, es
que la música, más allá de la técnica o la precisión con la que se estructure o
se interprete, representa un lenguaje tan universal, tan intenso y propio, que
nos hace siempre recordar que, más allá de agua, de hueso y carne, estamos
hechos fundamentalmente de música, una música que, como bien asegura el dicho,
llevamos por dentro.
Y es que la vida
misma está hecha de música. La música prevalece aún a nuestro pesar, permanece
antes y después de nuestro paso, le da forma a la cotidianidad, le da
esperanzas a la existencia.
Dice el propio Cárdenas:
“La música es un misterio.
En algún momento, por un momento, ese misterio nos es
revelado.
Es una revelación cuya fugacidad perturba, cuya plenitud
envuelve y nos posee.
Es un acontecer que cuestiona y desnuda, que remite a
Dios.
La música es Dios.”
O quizá,
simplemente, es que Dios se nos presenta también, tal vez preponderantemente,
por la inmejorable vía del arte. A través de la música, por ejemplo, nos
recuerda cosas tan elementales como que sobre un columpio nos mece eternamente
y sin remedio, a veces más rápido y violentamente, a ratos tierna, tersamente.
Dios, profundo y eterno misterio, se hace música para ampliarnos aún más ese su
misterio.+++
* Texto de © Manuel Naredo, leído por él mismo en la presentación del CD
“COLUMPIOS, Música de Sergio Cárdenas para Orquesta de Cuerdas”, que tuvo lugar
el 5 de diciembre, 2005, en el Museo de la Ciudad de Querétaro, Qro., México.
Manuel Naredo es el Coordinador General del Consejo Estatal para la Cultura y
las Artes del Estado de Querétaro, México.
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