jueves, 26 de diciembre de 2019

Un columpio será siempre una provocación




                         Un columpio será siempre una provocación

                                                     por Manuel Naredo*

Escribe David Huerta, el extraordinario poeta y maestro mexicano, sobre el también poeta checo Rainer María Rilke, cuya obra inspira las composiciones que le dan forma al disco que hoy se presenta:

“Rilke, poeta de lengua alemana, nació en una de las más hermosas ciudades de Europa, Praga, en el corazón de Bohemia. Fue el suyo un espíritu de fragilidad abismal; pero supo descubrir con los ojos abiertos visiones únicas y tuvo el pulso firme para llevarlas al papel”.

Seguramente ese mismo pulso firme del que habla Huerta, muy firme, es el que se requiere para dirigir una orquesta, o el que es imprescindible para componer música. El que, a fin de cuentas, es menester poseer para hacerle frente a la vida, siempre provocadora de temblores y titubeos.

El pulso firme que necesariamente tuvo que tener Sergio Cárdenas, quien tantos afectos tiene en nuestro Querétaro, para llevar a las cuerdas y al clarinete lo muy complejo, y paradójicamente, contradictoriamente, también lo extremadamente simple de esa vida provocadora.

Rilke con tres poemas: “Columpios”, “Cuando alguna vez te pierda…”, y “La Canción de la Estatua”, inspira a Cárdenas, lo mismo en Ansbach, Alemania, que en Guanajuato, a crear la música del disco que hoy nos ocupa, y tras esa inspiración, el propio Cárdenas, con esta su música, nos inspira a su vez a nosotros, a quienes la escuchamos, haciéndonos evocar, imaginar, recordar… Finalmente nos invita, o nos obliga, a vivir o a revivir con ella.

Cárdenas, la Filarmónica de Cámara de Polonia, y el clarinetista suizo Rolf Weber, nos llevan de la mano hasta ese elemento tan ineludiblemente evocador que es el columpio; nos hacen subir en él para dejarnos llevar por su vaivén, por su surcar los aires, nuestros propios aires, para afrontar y confrontar, entre sus notas, nuestros sueños y nuestros miedos, perdidos ya o aún vigentes.

Por siempre montados en nuestro propio columpio, condenados a balancearnos sin medida por nuestro mundo, yendo y viniendo sin parar y sin descanso, solemos pensar que vamos cuando en realidad regresamos, pretendemos llegar al tiempo que partimos, repetida e incesantemente, siempre de cero.
A veces con apuro, a veces con calma; a ratos violentamente, a ratos atesorando una efímera paz, nos columpiamos eternamente; o más bien, nos columpian por siempre.

“El columpio osciló a través del dolor”, reza el poema inspirador de Rilke. “Pero mira, era la sombra del árbol del que cuelga.
Si yo ahora huyo o hacia delante oscilo, aventado por el impulso en el vaivén, todo eso no es aún ni siquiera el árbol.
Ya sea que oscile inclinado o de escarpada manera, yo solo siento el columpio; de quien me carga, apenas me doy cuenta”.

El árbol del que cuelga nuestro particular columpio permanecerá por siempre en el anonimato, ausente de nuestro entendimiento; apenas, si acaso, nos dejará ver su sombra, como diría Rilke, para que podamos conjeturar, tan sólo conjeturar, sobre su existencia.

Al escuchar la música de Cárdenas, evocando estas palabras del poeta checo, cada quien, gracias a la maravillosa poción mágica del arte, podrá evocar a su vez sus propias palabras, o sus propias imágenes. Yo personalmente tengo, desde luego, las mías.

Un columpio será siempre una provocación al sueño de volar, de despegar los pies del piso para sentirlos desplazarse por los aires de la libertad. Nadie que haga a un lado la distracción cotidiana, que se percate realmente de su existencia, puede escapar al embrujo de un columpio, a la cosquillante tentación de treparse en él para sentir, de manera fehaciente, que se está en posibilidades, en bendita condición, de tocar las estrellas.

Pero también, claro, un columpio es un inmejorable medio para recordar la niñez, porque finalmente nos hace ver que todos, sin excepción, seguimos llevando a ese niño que fuimos, lo hayamos o no traicionado aún, muy dispuesto a treparse en sus posibilidades de aventura.

Por eso es que escuchando este “Columpios”, pieza inicial que le da nombre al disco, a mi imaginación vino presuroso aquel enorme, altísimo columpio que presidía el jardín de la casa de un amigo de mi niñez. Con él vinieron también, desde luego, el miedo que me producía, y la honesta admiración, casi la auténtica envidia, que me provocaban los altos viajes por los aires de aquel mi desenfadado amigo, sujeto apenas por las gruesas y largas cadenas que sostenían su columpio.

Estoy seguro que, de haber entonces vencido mi propio miedo a volar, al tiempo que hubiese visto, en un ir y venir incesante, parte de las azoteas del Querétaro de los sesentas, hubiese también logrado percibir, más allá del repicar de las campanas de la cercana Catedral, la persistente presencia de un clarinete, burlando la barrera invisible de los violines y horadando la grave consistencia de los cellos, a veces apaciblemente, a ratos violentamente, como la vida misma, esa vida que debe verse mucho mejor desde la altura de un columpio tan impresionante como el que presidía el jardín de la casa de mi amigo de la niñez.

Cuando el maestro Cárdenas me invitó a esta presentación le dije que seguramente había elegido muy mal, pues no soy, es evidente, un conocedor de la materia; antes bien, me considero un analfabeta musical. Pero lo que también es cierto y evidente, es que la música, más allá de la técnica o la precisión con la que se estructure o se interprete, representa un lenguaje tan universal, tan intenso y propio, que nos hace siempre recordar que, más allá de agua, de hueso y carne, estamos hechos fundamentalmente de música, una música que, como bien asegura el dicho, llevamos por dentro.

Y es que la vida misma está hecha de música. La música prevalece aún a nuestro pesar, permanece antes y después de nuestro paso, le da forma a la cotidianidad, le da esperanzas a la existencia.

Dice el propio Cárdenas:

“La música es un misterio.
En algún momento, por un momento, ese misterio nos es revelado.
Es una revelación cuya fugacidad perturba, cuya plenitud envuelve y nos posee.
Es un acontecer que cuestiona y desnuda, que remite a Dios.
La música es Dios.”

O quizá, simplemente, es que Dios se nos presenta también, tal vez preponderantemente, por la inmejorable vía del arte. A través de la música, por ejemplo, nos recuerda cosas tan elementales como que sobre un columpio nos mece eternamente y sin remedio, a veces más rápido y violentamente, a ratos tierna, tersamente. Dios, profundo y eterno misterio, se hace música para ampliarnos aún más ese su misterio.+++


* Texto de © Manuel Naredo, leído por él mismo en la presentación del CD “COLUMPIOS, Música de Sergio Cárdenas para Orquesta de Cuerdas”, que tuvo lugar el 5 de diciembre, 2005, en el Museo de la Ciudad de Querétaro, Qro., México. Manuel Naredo es el Coordinador General del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes del Estado de Querétaro, México.




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