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La experiencia Celibidache
El director de orquesta rumano es uno de los músicos más fascinantes,
radicales y meticulosos del siglo XX
07.05.2019 00:00 h.
“No hay ninguna definición para la
música. La música está fuera del pensamiento”. Es una de las muchas ideas que
no se cansó de repetir el director de orquesta rumano Sergiu Celibidache (1912-1996),
uno de los músicos más fascinantes y radicales del siglo XX. “La música no se
entiende sino que se experimenta”
es otra de las máximas a las que no dejó de dar vueltas en los meticulosos e
interminables ensayos que siempre exigía antes de un concierto. “La música no
es entretenida sino una oportunidad única de pasar de lo transitorio a lo
eterno”. Todas sus opiniones fueron siempre contundentes e incluso brutales,
sin que le importaran nunca la corrección política ni el más mínimo decoro diplomático.
Toda su vida fue una lucha a brazo partido contra las inercias comerciales,
industriales y tecnológicas de su tiempo. “La música puede transmitir tu
singularidad. Y no hay nada más bello que eso”.
A principios de 1979, hace ahora
cuarenta años, Celibidache fue nombrado director titular de la Orquesta Filarmónica de Múnich.
Después de más de dos décadas trabajando en diversos países como director
invitado, muchas veces de orquestas muy menores, Celibidache volvía a uno de
los podios más relevantes de Alemania. El gran público europeo descubrió así a
una especie de patriarca
gitano con espesa cabellera blanca que proponía una
experiencia musical opuesta a la que se estilaba entonces. Más que lentos, sus tempi eran abovedadamente amplios,
capaces de conservar la trascendencia de cada nota. Muy pronto, los aficionados
supieron que Celibidache se negaba además a grabar discos y que detestaba
la publicidad o el divismo propio de muchos de sus colegas. Los diecisiete años
que pasó al frente de la Filarmónica de Múnich, desde 1979 hasta su muerte en
1996, fueron en realidad el laurel de una trayectoria de ejemplar, difícil y
conmovedora independencia, a lo largo de los cuales pudo por fin demostrar todo
lo que había averiguado durante tantos años de estudio, sin dejar de buscar
hasta el último día de su vida.
Después de estudiar filosofía y
matemáticas en Bucarest,
Celibidache se fue con veinticuatro años a Berlín, donde estudió composición, dirección y musicología.
En composición tuvo a Heinz Tiessen, un maestro que le cambió la vida. A partir
de la década de 1960, el propio Celibidache sería también un excelente profesor
–para él era tan importante enseñar como dirigir– y solía decir que ojalá
pudiera hacer con alguno de sus alumnos lo que Tiessen había hecho con él. Tras
doctorarse con una tesis sobre el compositor renacentista Josquin des Prés, Celibidache
empezó a trabajar como director de orquesta en el Berlín devastado por la
guerra. Su gran oportunidad llegó en 1945. Willhem Furtwängler, titular de la
Filarmónica de Berlín desde 1922, fue apartado de su cargo para ser sometido a
un proceso de desnazificación que duró hasta 1947. El sustituto de Furtwängler,
el ruso Leo Borchard,
había muerto al poco de ser nombrado cuando un soldado estadounidense le disparó
porque su chófer malinterpretó una señal de alto. Con tan sólo treinta y tres años,
Celibidache se hizo cargo así de la dirección de la mejor orquesta del mundo,
asumiendo el magisterio de Furtwängler, que ya sería para siempre su influencia
más determinante.
Al frente de la Filarmónica de
Berlín, Celibidache dirigió más de cuatrocientos conciertos, ganándose tanto el
favor del público como el de la crítica. Ya entonces empezó a ser conocido por
su extrema exigencia y su carácter
irascible, algo que incomodaba a menudo a los músicos, sobre
todo a los de mayor edad. En la red puede encontrarse fácilmente un vídeo en el
que se ve al Celibidache de entonces –aún muy delgado y con el pelo azabache–
dirigiendo la obertura Egmont de
Beethoven en las ruinas de
la Philarmonie, un emocionante testimonio fílmico de lo que fue
su labor de restauración artística en aquellos años de depresión y carencia.
Cuando Furtwängler recuperó la batuta en 1947, Celibidache siguió con su
maestro, acompañándole en varias giras por el extranjero. El 29 de noviembre de
1954, un día antes de la muerte de Furtwängler, Celibidache dirigió su último
concierto con la Filarmónica. Fue un Deutsches
Requiem de Brahms, apoteósico, según la prensa de la época.
Los miembros de la Filarmónica de Berlín, como
los cardenales en la Capilla Sixtina, eligen tradicionalmente a su director en
un cónclave siempre muy reñido. En aquella ocasión –el 13 de diciembre de 1954,
dos semanas después de la muerte de Furtwängler–, los músicos sorprendieron a
todo el mundo eligiendo a Herbert
von Karajan en detrimento de Celibidache. Como contaron años
más tarde algunos de los miembros entonces más jóvenes, Celibidache había
tensado mucho las relaciones con la orquesta, tenía planes de jubilación para
algunos de los músicos más viejos y su método de trabajo era a veces demasiado
fatigoso, así que se decantaron por un director más pragmático y con mayor
sensibilidad mercantil. Y en ese sentido no se equivocaron. Karajan convirtió
la orquesta en una máquina perfecta de ganar dinero y en un vehículo de
propaganda, gracias a ese sonido
sedoso con que barnizaba todas las partituras que dirigía
y con el que pretendió llegar, mefistofélicamente aliado con la tecnología,
hasta el último rincón del planeta.
Celibidache se marchó entonces de
Berlín y emprendió un viaje solitario y marginal por Sudamérica, Italia, España,
Suecia y Dinamarca, dirigiendo orquestas de diverso nivel y dando clases en
distintas escuelas. La originalidad de Celibidache como director radica en su
condición de filósofo.
Mediante una adaptación sui generis de
ciertos aspectos de la fenomenología de Husserl y Hartmann, Celibidache
reformuló la técnica del arte de la dirección, a partir también del ejemplo de
Furtwängler y de la obra del director suizo Ernest Ansermet. “Dirigir es un
constante marcar anacrusas”, solía repetir, infiriendo con ello que el
movimiento de la música tiene lugar una unidad de pulso antes en la mano del
director. El buen director no sigue la música sino que la precede, moldeando la masa sonora. Sus teorías –tanto
en el campo de la práctica como en el estudio fenomenológico de cómo inciden
los sonidos en la conciencia humana– terminaron por generar una escuela, con
especial fortuna en el mundo hispánico, donde Celibidache tuvo muy pronto
alumnos como Enrique García Asensio, Antoni Ros-Marbà, Sergio Cárdenas o Felipe
Izcaray. Todos ellos han sido depositarios de unas lecciones socráticas que
Celibidache nunca publicó, a pesar de que en varias ocasiones anunció que iba a
escribir un libro sobre sus teorías.
Según contaba a menudo,
Celibidache tuvo a los cuarenta y cuatro años una visión que le cambió para
siempre. Fue en 1956, durante un concierto en la plaza de San Marcos de Venecia, cuando de pronto
entendió que “en el principio está el final”, una experiencia de orden místico
en la que sintió que trascendía el tiempo. El resto de su vida lo dedicó a
tratar de compartir esa vivencia a través de la música. Celibidache fue un
hombre muy espiritual e
incluso se inició con Martin Steinke en el budismo zen, una
religión de la que se confesaba practicante. De ahí que sus conciertos fueran
siempre una especie de ceremonia religiosa, en la que invitaba
al oyente a sumergirse en esa experiencia de disolución. Por ello mismo, su
gran enemigo fue la rutina, la repetición de una misma forma de reproducir una
determinada versión. Erfahrung y Erlebnis –experiencia y
vivencia– eran sus palabras más repetidas en los ensayos. “En la música no se
trata de experimentar la belleza, sino la verdad. La belleza es sólo el anzuelo”.
Como él mismo admitía, Celibidache
era un hombre de extremos. Son conocidas sus apreciaciones demoledoras sobre
la mayoría de sus colegas. Karl Böhm era “un saco de patatas”, Toscanini había
sido “un idiota que gobernó durante sesenta años, el peor músico de todos los
tiempos”, aunque las invectivas más duras las reservó siempre para Karajan, que
entusiasmaba a las masas, “como la Coca-cola”. Durante un ensayo del concierto
para violín de Sibelius,
en 1985, le dijo a Anne-Sophie Mutter, entonces una joven prodigio recién
descubierta por el director de la Filarmónica de Berlín: “Ahora olvide usted
todo lo que ha aprendido de Herr von Karajan”. Según Celibidache, Karajan, que
admiraba la escuela de Toscanini, había convertido la de Berlín en una orquesta
americana, de sonoridad brillante pero superficial, traicionando el legado de
Furtwängler, del que él mismo se sentía ya el único custodio. De entre los músicos
de su generación, tuvo especial complicidad sobre todo con el pianista Arturo Benedetti Michelangeli,
a quien consideraba un genio y con quien actuó en numerosas ocasiones,
interpretando por ejemplo el concierto en sol de Ravel, del que ha quedado por
fortuna grabación fílmica.
Cuando asumió la dirección de la
Filarmónica de Múnich, Celibidache se apostó entero en transformar la orquesta
en el modelo de lo que él consideraba el verdadero sonido alemán, el primigenio Urdeutsche. Muy pronto convirtió a la de
Múnich en una de las mejores orquestas del mundo, llevando su repertorio
favorito –Bach, Mozart, Beethoven, Brahms, Schubert, Tchaikovsky y Bruckner,
sobre todo– a las grandes salas de Europa, América y Asia. Su gusto musical era
también muy intransigente.
Toleró muy poca música del siglo XX. Mahler ya había sido para él una verdadera
catástrofe, lo mismo que Schoenberg, de quien dijo que era “un compositor –si
es que así se le puede llamar– de una espantosa estupidez. Todo lo suyo suena
igual. Por fortuna, su influencia no ha durado mucho y su sistema dodecafónico,
con todos sus imitadores y apóstoles, es patético y se ha derrumbado de la
misma manera que el sistema comunista”.
El compositor con el que mayor
intimidad estableció fue sin duda Bruckner, al que consideraba el mejor sinfonista de la
historia. Gracias, paradójicamente, a esa tecnología de la que tanto abominó,
hoy podemos disfrutar del recuerdo de lo que Celibidache, en la década de 1980
y principios de la siguiente, hizo con todas las sinfonías de Bruckner, sobre
todo con las maduras, de la cuarta a la novena, cada vez con mayor intensidad y
detalle. Hay en la amplitud de esos tempi una
especie de pulso suicida contra
su propia época. Cuanto más veloz y frenético se volvía el mundo, mayor
lentitud le oponía él, convirtiendo su ejecución en un espacio salvo. Su a
veces incomprensible morosidad se podría ver así como una resistencia a un
entorno hostil, como si fuese una afirmación que niega, buscando aire. “Al
final de una sinfonía de Bruckner experimentamos una sensación de plenitud, la
sensación de atravesar el todo”.
Tras la muerte de Karajan en 1989,
el presidente de la República Alemana, Richard von Weizsäcker, en un gesto político
que le honra para siempre, invitó a Celibidache a volver a dirigir la Filarmónica
de Berlín en dos conciertos benéficos que tuvieron lugar en abril de 1992, en
el Konzerthaus de la capital. Celibidache siempre se consideró un berlinés y
aceptó la invitación encantado e incluso emocionado. Como era de rigor,
Celibidache exigió muchos más ensayos de lo habitual, en este caso para preparar
la séptima de Brucker que había elegido como programa. Según puede verse en el
documental que se hizo sobre su reencuentro con la orquesta, Celibidache
trabaja con los berlineses sin ninguna concesión, deshaciendo muchos de sus
vicios contraídos –ese vibrato–
y construyendo cada compás como
si fueran unos principiantes. El inicio de la sinfonía le cuesta varios
intentos, hasta que da con la expresión exacta: “Tiene que ser como si surgiera
de la nada”. Los dos conciertos fueron por supuesto extraordinarios. Celi había
cerrado un círculo. “En el principio está el final”.
Pero quizá su testamento sea la
novena de Bruckner que hizo con su orquesta, la de Múnich, en 1995, poco antes
de morir. La última sinfonía del compositor austríaco se considera inacabada,
con tan sólo tres movimientos completos. Está dedicada al amado dios, Dem
lieben Gott. Es una composición prodigiosa, el destilado de toda la música
de Bruckner a las puertas de la muerte. Durante los ensayos, hay un momento en que se ve
a Celibidache parar la orquesta y decir de pronto: “Ya lo han comprendido
ustedes todo”. Y esa es la sensación que uno tiene cuando escucha el concierto.
Celi y su orquesta son ya un solo cuerpo, avanzando por cada pasaje de la
sinfonía con toda seguridad y con la máxima hondura, con la naturalidad de
quien se encamina hacia la plenitud,
ya sin el peso del pasado, ligero como un niño, hasta esas últimas notas de la
trompas, en el adagio final, que son como un bautismo de luz. Es ist so, maestro.
Andreu Jaume (Palma, 1977) es editor y
crítico. Ha editado la obra ensayística de autores como Henry James, T. S.
Eliot, W. H. Auden, así como la correspondencia y los diarios de Jaime Gil de
Biedma. Es responsable de la edición en cinco volúmenes (Debolsillo, 2013 y Penguin
Clásicos 2016) de la obra completa de Shakespeare, de quien también ha
traducido y editado El rey Lear (Penguin Clásicos, 2016).
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