al
doctor Julio Vigueras Álvarez, con agradecimiento
En los tiempos en los que el célebre director de orquesta italiano
Claudio Abbado (Milán, 1933) ocupó la dirección artística del Teatro alla
Scala, de Milán (1968-1986), emprendió lo que llamó una labor social de
difusión musical entre la comunidad obrera de esa nórdica ciudad
italiana, tan llena de plantas industriales. Abbado fue apoyado en su
empresa por muchos músicos italianos; uno de esos músicos fue el célebre
pianista Mauricio Pollini (Milán, 1942).
Por aquellos años, Pollini se asumía como un "evangelista" o
"misionero" de la producción pianística de la llamada nueva
escuela vienesa, representada por Arnold Schoenberg (1874-1951), Anton
von Webern (1883-1945) y Alban Berg (1885- 1935), y de las corrientes de
composición musical de ella derivadas.
Un buen día, Pollini fue programado para brindar un recital pianístico al
término de la jornada laboral en una fábrica de los suburbios milaneses.
Se instaló un escenario y sobre él un piano de concierto. Pollini decidió
iniciar su participación no tocando algo al piano, sino dando una
explicación sobre la importancia de la nueva escuela vienesa en el
desarrollo occidental de la música, haciendo énfasis en lo que se
denomina sistema o método dodecafónico de composición musical y sus
repercusiones ultraeuropeas desde que Schoenberg lo presentó en Viena en
los albores del siglo XX. En esas estaba el buen Pollini cuando un
trabajador lo interrumpió para preguntarle:
-¿Vienes a hablar o a tocar el piano?
Pollini, de inmediato, interrumpió su alocución y sentose al piano a
tocar una Sonata para piano del francés Pierre Boulez (Montbrison, 1925).
No había terminado Pollini de tocar la segunda o tercera página de la
sonata bouleziana, tan llena de disonancias, clusters (aglomeraciones de
sonidos), sin una secuencia melódica que cualquier cristiano normal
pudiera "seguir" (menos aún tratándose de un público
condicionado auditivamente por la cantabilidad de las famosas arias de
óperas italianas), con saltos de un extremo al otro del teclado... en
fin, con tantas manifestaciones a las que los eruditos suelen referirse
como pruebas de la modernidad en música, cuando aquel mismo trabajador, a
quien le pareció que lo que Pollini ofrecía "no tenía ni ton ni
son", le gritó:
-Oye, no sigas, ¡mejor deja de tocar y cuéntanos algo!
Con ello, según se ha sabido, se dio por terminada la labor social de
difusión musical que Pollini había programado para ese día. Debe el
lector saber, sin embargo, que recitales pianísticos con obras de los
compositores mencionados fueron muy frecuentes y exitosos en no pocos
foros europeos, en especial en festivales de tanto prestigio como los de
Salzburgo, donde Pollini ha sido aclamado como verdadero héroe musical
durante varios años.
En 1967 el Coro del Departamento de Música Sacra del Seminario Teológico
Presbiteriano de México emprendió una gira por los estados mexicanos de
Tabasco y Chiapas. Yo tenía por aquel entonces poco tiempo de haber
iniciado mis estudios musicales en esa escuela (a la que tanto debo). El
programa coral que preparamos incluía obras de Palestrina, Di Lasso,
Bach, varios himnos y algunos de los llamados negro espirituales. La
extensa gira, de varias semanas, nos llevó a visitar comunidades en las
que, según supimos, por primera vez se presentaba un coro cantando música
clasificada como sacra.
Uno de esos conciertos estaba programado en un templo ubicado en una
localidad habitada en su totalidad por mexicanos que no hablaban español
(no recuerdo hoy si eran tzotziles o lacandones). Por el mal tiempo y por
tener que recorrer un largo camino de terracería para llegar a esa
localidad, nuestro arribo se demoró casi cuatro horas, por lo que el
concierto programado para las 12 horas del día empezó a las cuatro de la
tarde.
Nuestra primera sorpresa fue ver que aquel enorme templo, con techo de
palma, estaba totalmente lleno de feligreses, la mayoría, según recuerdo,
vestidos de blanco de pies a cabeza. Ansiosos esperaban nuestra llegada
para presenciar un evento sin precedente en su comunidad. De inmediato
ocupamos nuestros lugares ante el altar y empezamos el concierto. Nuestro
director, el maestro Óscar Rodríguez López, hacía breves comentarios
introductorios a las piezas que íbamos cantando, comentarios que acto
seguido eran traducidos por el pastor a la lengua que se hablaba en esa
comunidad. Al terminar nuestro concierto, el pastor pidió a su
congregación hacer una "evaluación" de las obras escuchadas
agitando con la mano los programas de mano que se les habían repartido.
Esto porque, por lo general, en las congregaciones protestantes no es
común ni bien vista la práctica del aplauso dentro de los templos.
El pastor recorrió el programa, mencionando pieza por pieza y la
congregación respondía a su indagación. Aún recuerdo vívidamente la
emoción que me embargó cuando, tras mencionar la última pieza, nos dimos
cuenta que la obra que más había sido del gusto de la multirreferida
congregación había sido de J. S. Bach (1685-1750). La obra bachiana no
es, de manera alguna, una pieza de fácil escucha pues la caracteriza una
polifonía complicada con la participación de cinco voces distintas que
explotan, cada una de ellas, toda su tesitura. Nuestro programa incluía
obras que, siempre lo pensamos, serían todo un hit, como los accesibles y
"pegajosos" spirituals, por ejemplo. Sin embargo, fue el Motete
"Jesu, meine Freude" (BWV 227) el que más cautivó a esa
congregación. El motete, escrito originalmente en alemán, lo cantamos en
una traducción al español; pero este hecho, en el contexto referido,
resulta irrelevante pues, como comenté, nadie en la congregación entendía
español y, por lo demás, dada la compleja polifonía de la pieza, de
cualquier manera hubiera sido casi imposible entender el texto que, por
lo demás, es un pretexto.
En otras palabras: fue el poderío de la música bachiana lo que conquistó
la sensibilidad de quienes jamás habían escuchado una obra de este
compositor barroco y que, con toda seguridad, habrían reaccionado a la
pieza de Boulez de igual manera que los trabajadores milaneses
reaccionaron ante el pianista Pollini.
Supongo que, en ambos ejemplos, se trata de públicos no
"cultivados" (yo diría: "condicionados") que de
manera espontánea reaccionaban a la oferta musical que se les brindaba.
Esos públicos no fueron "acercados" a la música llamada clásica
por medio de programa alguno. Los compositores contemporáneos de casi
todas las épocas se quejan, con no poca frecuencia, de la
"ignorancia" de los públicos. Se dice que Schoenberg llegó a
decir que el rechazo del público de una obra suya o de alguno de sus
pupilos era, en su opinión, una señal de la buena factura de la obra.
¿Hasta dónde es, en realidad, necesaria la educación de los públicos en
la música clásica?
En mis años al frente de la Orquesta Sinfónica Nacional de México
(1979-1984) tuve la fortuna de fundar y dirigir lo que entonces
denominamos Festival de Primavera de Oaxaca, de la OSN. La oferta musical
y artística de estos Festivales era muy amplia, de variopinta índole:
música con ensambles de cámara, recitales solistas, conciertos corales,
conferencias, cineclub, conciertos sinfónicos, exposiciones plásticas y,
de gran éxito, cursos de perfeccionamiento musical. Los conciertos
sinfónicos estaban programados para las nueve de la noche, pero el
hermoso Teatro Macedonio Alcalá de la capital oaxaqueña se llenaba en su
totalidad desde dos horas antes: tal era la necesidad que la sen- sible
población oaxaqueña tenía de satisfacer su apetito espiritual a través de
la música. Los programas que ofrecíamos eran muy variados, incluyendo
tanto obras del repertorio tradicional internacional como obras del vasto
repertorio sinfónico mexicano, algunas de ellas en estreno mundial. Un
par de críticos musicales europeos asistieron a esos festivales; se
maravillaban de esa extraña sensibilidad que permitía que ni en los
conciertos casi maratónicos en los que ofrecíamos obras como la Pasión de
N. S. J. según S. Juan" (J. S. Bach) o el oratorio Mesías (G. F.
Haendel), cada una de más de dos horas de duración, se escuchara el
llanto de alguno de los muchos bebés que eran llevados por sus madres a
esas veladas sinfónicas.
En una de esas tardes del Festival de Primavera de Oaxaca (30 de marzo,
1984) me sucedió lo siguiente: tenía yo programado un ensayo con la Banda
Sinfónica del Estado de Oaxaca (en sus tiempos, Porfirio Díaz hizo
comprar en Alemania todos los instrumentos musicales que la banda
requería), pues esa Banda iba a participar con la OSN en el concierto de
clausura del Festival, a realizarse en el imponente Auditorio
Guelaguetza. Por ser la primera vez que me tocaba trabajar con ese
ensamble, calculé que requeriría de al menos dos horas de ensayo para
dejar montados los fragmentos seleccionados. Sin embargo, la Banda estaba
muy bien preparada y, por ello, al cabo de una hora había yo terminado el
ensayo. Eran alrededor de las cinco de la tarde y como esa misma noche
estaba el oratorio Mesías (Haendel) en el programa, decidí no esperar una
hora más a que llegara el chofer por mí y salí a la calle a buscar un
taxi para poder regresar al hotel y descansar un poco más antes del
concierto.
Hice la señal a un taxi que venía a unos 70 metros del lugar en el que
estaba yo parado en la orilla de la banqueta. Pero delante de mí, acaso
unos diez metros, estaba una pareja de jóvenes que también solicitaron el
servicio del taxi. Cuando los vi alzar la mano, pensé que estando ellos
delante de mí, el taxista les daría preferencia. Mi sorpresa fue que en
vez de hacer eso, el taxista siguió su camino y se detuvo justo enfrente
de mí y, de inmediato, abrió la puerta del vehículo y me dijo: "Suba
usted, maestro Cárdenas". Me quedé atónito. Al ocupar mi lugar en el
taxi, indagué de dónde me conocía. Me respondió: "Pues del Teatro
Alcalá, lo he visto ahí todas las noches dirigiendo los conciertos. De
hecho, ahora mismo ya iba yo para mi casa por mi familia para alcanzar
lugar en el concierto de hoy". Confieso que me emocionó mucho esta
confirmación de las bondades de nuestro Festival y de cómo era apreciado
por el sensible pueblo oaxaqueño. Despertó, entonces, mi curiosidad por
conocer más del impacto que tenía nuestra oferta musical en el pueblo: el
comentario de un taxista que todos los días del festival prefería llevar
a su familia a los conciertos que ofrecía con la OSN en el Teatro Alcalá
en lugar de continuar sus labores de taxista para conseguirle un mejor
sustento económico a sus seres queridos y que, además, convivía a diario
con gente de los más diversos sectores de la población, era para mí de
mucha importancia.
-Pues la verdad, todo nos ha gustado, pero mi gran descubrimiento fue la
música de ese señor Mozárt [¡sic!]: se oía como si todo fuera fresco y
transparente -fue su respuesta.
Era tal la emoción de ese sencillo y sensible taxista oaxaqueño por el
hecho de tenerme como su pasajero que, al llegar al hotel, no quiso
cobrarme dinero alguno por el servicio prestado argumentando el gran
honor que el destino le había deparado de trasladarme esa tarde al hotel.
Mi experiencia de más de cuatro décadas en el ejercicio musical público
me ha corroborado, una y otra vez, que toda explicación de la música
resulta en una reducción de su contenido; que la música no necesita
justificación, como escribiera el poeta Roberto Juarroz; que el ser
humano sí está necesitado de música, de esa que emana del sonido y que
para vivenciarla de manera plena necesita despojarse de toda
"educación" musical, de todo proceso de condicionamiento que el
entorno cultural le impone; que teniendo la música como único vehículo el
sonido musical, que es un mundo variado y diverso que, sin embargo, se
manifiesta en la naturaleza como unidad, es la vivencia de la música (es
decir, oírla en vivo, con instrumentos que producen sonidos musicales y
no, como es frecuente hoy en día, con instrumentos electrónicos que
producen remedos de sonidos musicales) lo que constituye la mejor
contribución que el ser humano puede hacerse a sí mismo para recuperar su
propia unidad en tanto que ser humano, único e indivisible, que, como el
fenómeno sonoro que nos garantiza la posibilidad de la vivencia musical,
tiene su propia energía, su propia manera de manifestarse en el tiempo y
en el espacio, tiene su propia multiplicidad de elementos constitutivos
que conforman su unicidad y su unidad. O como escribió Zenón de Elea:
"Ego unum et multis in me"; es decir: soy una unidad, pero una
multitud habita en mí. Así es el sonido musical: es uno, pero lo conforma
una multiplicidad. Escuchemos la música sin prejuicios, con apertura
auditiva y dejémonos habitar por su energía.
*Director sinfónico y compositor
musical. Profesor titular de carrera en la Escuela Nacional de Música de
la UNAM. Presidente de Música de Concierto de México, SC.
www.sergiocardenas.net
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¡¡Muchas gracias por compartir tan maravillosa experiencia!!
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