jueves, 30 de enero de 2020

La experiencia Celibidache





La experiencia Celibidache

 El director de orquesta rumano es uno de los músicos más fascinantes, radicales y meticulosos del siglo XX


07.05.2019 00:00 h.
“No hay ninguna definición para la música. La música está fuera del pensamiento”. Es una de las muchas ideas que no se cansó de repetir el director de orquesta rumano Sergiu Celibidache (1912-1996), uno de los músicos más fascinantes y radicales del siglo XX. “La música no se entiende sino que se experimenta” es otra de las máximas a las que no dejó de dar vueltas en los meticulosos e interminables ensayos que siempre exigía antes de un concierto. “La música no es entretenida sino una oportunidad única de pasar de lo transitorio a lo eterno”. Todas sus opiniones fueron siempre contundentes e incluso brutales, sin que le importaran nunca la corrección política ni el más mínimo decoro diplomático. Toda su vida fue una lucha a brazo partido contra las inercias comerciales, industriales y tecnológicas de su tiempo. “La música puede transmitir tu singularidad. Y no hay nada más bello que eso”.
A principios de 1979, hace ahora cuarenta años, Celibidache fue nombrado director titular de la Orquesta Filarmónica de Múnich. Después de más de dos décadas trabajando en diversos países como director invitado, muchas veces de orquestas muy menores, Celibidache volvía a uno de los podios más relevantes de Alemania. El gran público europeo descubrió así a una especie de patriarca gitano con espesa cabellera blanca que proponía una experiencia musical opuesta a la que se estilaba entonces. Más que lentos, sus tempi eran abovedadamente amplios, capaces de conservar la trascendencia de cada nota. Muy pronto, los aficionados supieron que Celibidache se negaba además a grabar discos y que detestaba la publicidad o el divismo propio de muchos de sus colegas. Los diecisiete años que pasó al frente de la Filarmónica de Múnich, desde 1979 hasta su muerte en 1996, fueron en realidad el laurel de una trayectoria de ejemplar, difícil y conmovedora independencia, a lo largo de los cuales pudo por fin demostrar todo lo que había averiguado durante tantos años de estudio, sin dejar de buscar hasta el último día de su vida. 
Después de estudiar filosofía y matemáticas en Bucarest, Celibidache se fue con veinticuatro años a Berlín, donde estudió composición, dirección y musicología. En composición tuvo a Heinz Tiessen, un maestro que le cambió la vida. A partir de la década de 1960, el propio Celibidache sería también un excelente profesor –para él era tan importante enseñar como dirigir– y solía decir que ojalá pudiera hacer con alguno de sus alumnos lo que Tiessen había hecho con él. Tras doctorarse con una tesis sobre el compositor renacentista Josquin des Prés, Celibidache empezó a trabajar como director de orquesta en el Berlín devastado por la guerra. Su gran oportunidad llegó en 1945. Willhem Furtwängler, titular de la Filarmónica de Berlín desde 1922, fue apartado de su cargo para ser sometido a un proceso de desnazificación que duró hasta 1947. El sustituto de Furtwängler, el ruso Leo Borchard, había muerto al poco de ser nombrado cuando un soldado estadounidense le disparó porque su chófer malinterpretó una señal de alto. Con tan sólo treinta y tres años, Celibidache se hizo cargo así de la dirección de la mejor orquesta del mundo, asumiendo el magisterio de Furtwängler, que ya sería para siempre su influencia más determinante. 
Al frente de la Filarmónica de Berlín, Celibidache dirigió más de cuatrocientos conciertos, ganándose tanto el favor del público como el de la crítica. Ya entonces empezó a ser conocido por su extrema exigencia y su carácter irascible, algo que incomodaba a menudo a los músicos, sobre todo a los de mayor edad. En la red puede encontrarse fácilmente un vídeo en el que se ve al Celibidache de entonces –aún muy delgado y con el pelo azabache– dirigiendo la obertura Egmont de Beethoven en las ruinas de la Philarmonie, un emocionante testimonio fílmico de lo que fue su labor de restauración artística en aquellos años de depresión y carencia. Cuando Furtwängler recuperó la batuta en 1947, Celibidache siguió con su maestro, acompañándole en varias giras por el extranjero. El 29 de noviembre de 1954, un día antes de la muerte de Furtwängler, Celibidache dirigió su último concierto con la Filarmónica. Fue un Deutsches Requiem de Brahms, apoteósico, según la prensa de la época. 
Los miembros de la Filarmónica de Berlín, como los cardenales en la Capilla Sixtina, eligen tradicionalmente a su director en un cónclave siempre muy reñido. En aquella ocasión –el 13 de diciembre de 1954, dos semanas después de la muerte de Furtwängler–, los músicos sorprendieron a todo el mundo eligiendo a Herbert von Karajan en detrimento de Celibidache. Como contaron años más tarde algunos de los miembros entonces más jóvenes, Celibidache había tensado mucho las relaciones con la orquesta, tenía planes de jubilación para algunos de los músicos más viejos y su método de trabajo era a veces demasiado fatigoso, así que se decantaron por un director más pragmático y con mayor sensibilidad mercantil. Y en ese sentido no se equivocaron. Karajan convirtió la orquesta en una máquina perfecta de ganar dinero y en un vehículo de propaganda, gracias a ese sonido sedoso con que barnizaba todas las partituras que dirigía y con el que pretendió llegar, mefistofélicamente aliado con la tecnología, hasta el último rincón del planeta.
Celibidache se marchó entonces de Berlín y emprendió un viaje solitario y marginal por Sudamérica, Italia, España, Suecia y Dinamarca, dirigiendo orquestas de diverso nivel y dando clases en distintas escuelas. La originalidad de Celibidache como director radica en su condición de filósofo. Mediante una adaptación sui generis de ciertos aspectos de la fenomenología de Husserl y Hartmann, Celibidache reformuló la técnica del arte de la dirección, a partir también del ejemplo de Furtwängler y de la obra del director suizo Ernest Ansermet. “Dirigir es un constante marcar anacrusas”, solía repetir, infiriendo con ello que el movimiento de la música tiene lugar una unidad de pulso antes en la mano del director. El buen director no sigue la música sino que la precede, moldeando la masa sonora. Sus teorías –tanto en el campo de la práctica como en el estudio fenomenológico de cómo inciden los sonidos en la conciencia humana– terminaron por generar una escuela, con especial fortuna en el mundo hispánico, donde Celibidache tuvo muy pronto alumnos como Enrique García Asensio, Antoni Ros-Marbà, Sergio Cárdenas o Felipe Izcaray. Todos ellos han sido depositarios de unas lecciones socráticas que Celibidache nunca publicó, a pesar de que en varias ocasiones anunció que iba a escribir un libro sobre sus teorías.


Según contaba a menudo, Celibidache tuvo a los cuarenta y cuatro años una visión que le cambió para siempre. Fue en 1956, durante un concierto en la plaza de San Marcos de Venecia, cuando de pronto entendió que “en el principio está el final”, una experiencia de orden místico en la que sintió que trascendía el tiempo. El resto de su vida lo dedicó a tratar de compartir esa vivencia a través de la música. Celibidache fue un hombre muy espiritual e incluso se inició con Martin Steinke en el budismo zen, una religión de la que se confesaba practicante. De ahí que sus conciertos fueran siempre una especie de ceremonia religiosa, en la que invitaba al oyente a sumergirse en esa experiencia de disolución. Por ello mismo, su gran enemigo fue la rutina, la repetición de una misma forma de reproducir una determinada versión. Erfahrung Erlebnis  –experiencia y vivencia– eran sus palabras más repetidas en los ensayos. “En la música no se trata de experimentar la belleza, sino la verdad. La belleza es sólo el anzuelo”.
Como él mismo admitía, Celibidache era un hombre de extremos. Son conocidas sus apreciaciones demoledoras sobre la mayoría de sus colegas. Karl Böhm era “un saco de patatas”, Toscanini había sido “un idiota que gobernó durante sesenta años, el peor músico de todos los tiempos”, aunque las invectivas más duras las reservó siempre para Karajan, que entusiasmaba a las masas, “como la Coca-cola”. Durante un ensayo del concierto para violín de Sibelius, en 1985, le dijo a Anne-Sophie Mutter, entonces una joven prodigio recién descubierta por el director de la Filarmónica de Berlín: “Ahora olvide usted todo lo que ha aprendido de Herr von Karajan”. Según Celibidache, Karajan, que admiraba la escuela de Toscanini, había convertido la de Berlín en una orquesta americana, de sonoridad brillante pero superficial, traicionando el legado de Furtwängler, del que él mismo se sentía ya el único custodio. De entre los músicos de su generación, tuvo especial complicidad sobre todo con el pianista Arturo Benedetti Michelangeli, a quien consideraba un genio y con quien actuó en numerosas ocasiones, interpretando por ejemplo el concierto en sol de Ravel, del que ha quedado por fortuna grabación fílmica. 
Cuando asumió la dirección de la Filarmónica de Múnich, Celibidache se apostó entero en transformar la orquesta en el modelo de lo que él consideraba el verdadero sonido alemán, el primigenio Urdeutsche. Muy pronto convirtió a la de Múnich en una de las mejores orquestas del mundo, llevando su repertorio favorito –Bach, Mozart, Beethoven, Brahms, Schubert, Tchaikovsky y Bruckner, sobre todo– a las grandes salas de Europa, América y Asia. Su gusto musical era también muy intransigente. Toleró muy poca música del siglo XX. Mahler ya había sido para él una verdadera catástrofe, lo mismo que Schoenberg, de quien dijo que era “un compositor –si es que así se le puede llamar– de una espantosa estupidez. Todo lo suyo suena igual. Por fortuna, su influencia no ha durado mucho y su sistema dodecafónico, con todos sus imitadores y apóstoles, es patético y se ha derrumbado de la misma manera que el sistema comunista”.
El compositor con el que mayor intimidad estableció fue sin duda Bruckner, al que consideraba el mejor sinfonista de la historia. Gracias, paradójicamente, a esa tecnología de la que tanto abominó, hoy podemos disfrutar del recuerdo de lo que Celibidache, en la década de 1980 y principios de la siguiente, hizo con todas las sinfonías de Bruckner, sobre todo con las maduras, de la cuarta a la novena, cada vez con mayor intensidad y detalle. Hay en la amplitud de esos tempi una especie de pulso suicida contra su propia época. Cuanto más veloz y frenético se volvía el mundo, mayor lentitud le oponía él, convirtiendo su ejecución en un espacio salvo. Su a veces incomprensible morosidad se podría ver así como una resistencia a un entorno hostil, como si fuese una afirmación que niega, buscando aire. “Al final de una sinfonía de Bruckner experimentamos una sensación de plenitud, la sensación de atravesar el todo”.  
Tras la muerte de Karajan en 1989, el presidente de la República Alemana, Richard von Weizsäcker, en un gesto político que le honra para siempre, invitó a Celibidache a volver a dirigir la Filarmónica de Berlín en dos conciertos benéficos que tuvieron lugar en abril de 1992, en el Konzerthaus de la capital. Celibidache siempre se consideró un berlinés y aceptó la invitación encantado e incluso emocionado. Como era de rigor, Celibidache exigió muchos más ensayos de lo habitual, en este caso para preparar la séptima de Brucker que había elegido como programa. Según puede verse en el documental que se hizo sobre su reencuentro con la orquesta, Celibidache trabaja con los berlineses sin ninguna concesión, deshaciendo muchos de sus vicios contraídos –ese vibrato– y construyendo cada compás como si fueran unos principiantes. El inicio de la sinfonía le cuesta varios intentos, hasta que da con la expresión exacta: “Tiene que ser como si surgiera de la nada”. Los dos conciertos fueron por supuesto extraordinarios. Celi había cerrado un círculo. “En el principio está el final”.
Pero quizá su testamento sea la novena de Bruckner que hizo con su orquesta, la de Múnich, en 1995, poco antes de morir. La última sinfonía del compositor austríaco se considera inacabada, con tan sólo tres movimientos completos. Está dedicada al amado dios, Dem lieben Gott. Es una composición prodigiosa, el destilado de toda la música de Bruckner a las puertas de la muerte. Durante los ensayos, hay un momento en que se ve a Celibidache parar la orquesta y decir de pronto: “Ya lo han comprendido ustedes todo”. Y esa es la sensación que uno tiene cuando escucha el concierto. Celi y su orquesta son ya un solo cuerpo, avanzando por cada pasaje de la sinfonía con toda seguridad y con la máxima hondura, con la naturalidad de quien se encamina hacia la plenitud, ya sin el peso del pasado, ligero como un niño, hasta esas últimas notas de la trompas, en el adagio final, que son como un bautismo de luz. Es ist so, maestro.

 Andreu Jaume (Palma, 1977) es editor y crítico. Ha editado la obra ensayística de autores como Henry James, T. S. Eliot, W. H. Auden, así como la correspondencia y los diarios de Jaime Gil de Biedma. Es responsable de la edición en cinco volúmenes (Debolsillo, 2013 y Penguin Clásicos 2016) de la obra completa de Shakespeare, de quien también ha traducido y editado El rey Lear (Penguin Clásicos, 2016).


lunes, 6 de enero de 2020

Vibración que arrebata, consuela y ayuda




Vibración que  arrebata, consuela y ayuda
por Sergio Cárdenas*

a la Dra. Margarita Gutiérrez, afectuosamente.

   Hace años vi la película “High Fidelity”, basada en la novela homónima de Nick Hornby, con la participación protagónica de John Cusak. Al inicio de la película, aparece Cusak en un close-up y pregunta (se pregunta): “¿Qué fue primero: la música o la tristeza?”

                                                           John Cusak
   De alguna manera, esa pregunta ha estado presente con frecuencia en mi pensamiento. Nikolaus Harnoncourt decía que la música de Mozart era una música desgarradora; venía, de manera inevitable, de las no pocas experiencias que lo llevaban a la tristeza: el no encontrar un trabajo permanente a la altura de su talento; el rechazo de su padre, a quien admiraba profundamente, al matrimonio con Konstanze; la pérdida temprana de su madre cuando andaba buscando trabajo en París, etc. 

   Wolfgang Hildesheimer, el eminente biógrafo alemán de Mozart, escribió: “Hasta muy tarde – demasiado tarde – en su vida, (Mozart) no supo quién era. Su soledad era la más profunda, pero también la más discreta: no se dio cuenta de ello, al menos hasta los últimos meses de su vida. Tuvo la sospecha un par de años antes de su muerte, pero la reprimió; en cuanto era posible, trataba de pasar por encima de ella. Ningún Dios encargó a Mozart que exteriorizase sus sufrimientos. En consecuencia, tampoco está enmudecido en su propia pena, que probablemente vivía como muy otra cosa - ¿pero qué cosa? – y que expresaba diciendo otra cosa. ¿Pero qué cosa?” (2)

                                                             MOZART 

   El filósofo francés André Comte-Sponville, en su libro “Impromptus” (1), aborda el caso de Schubert. Escribe (pág. 127 del libro): “La historia de la música no es lo que importa, y menos en el caso de Schubert. Entonces ¿qué?...Digamos: el desgarro de vivir, la pobreza de existir, la desgracia de ser uno mismo. ‘Mis obras’, escribió Schubert, ‘son hijas de mi conocimiento y de mi dolor…me siento el ser más desgraciado y más miserable del mundo…sin alegría y sin amigo, mis días se marchan…’. En una carta, escribió: “la desgracia es el único estimulante que nos queda” (ibid, pág. 129). En otra ocasión, Schubert escribió que “la música de él que más gustaba, era la que había sido compuesta desde la tristeza”.

                                                              SCHUBERT

   En varias de sus cartas, Chaikovski se refiere a la “tormentosa tristeza” que le invade; tenía razones para ello: su incomodidad como enseñante en el Conservatorio, que para nada disfrutaba; el rechazo a varias de sus obras (Anton Rubinstein había rechazado tocar el estreno de su primer concierto para piano; Leopold Auer, a quien dedicó originalmente su concierto para violín, también rechazó tocarlo, argumentando que ese concierto “había sido escrito no para violín, sino contra el violín”). 

   Rajmaninoff, que había sido alumno de Chaikovski, vivió etapas de bloqueo composicional provocadas por la profunda tristeza del fracaso público de sus obras. Especialmente notorio es el bloqueo que sufrió tras la mala acogida que tuvo su Primera Sinfonía, cuyo estreno había sido dirigido por Glazunov en completo estado de ebriedad. El psiquiatra Nikolai Dahl fue clave para que Rajmaninoff saliera de ese bloqueo, tras lo cual compuso su Segundo Concierto para piano, que dedicó a Dahl. Rajmaninoff en primera persona:  “la música brota del corazón y al corazón se dirige; la música es amor. Su hermana es la poesía y su madre, el sufrimiento”.

                                                        RAJMÁNINOFF

   Robert, el personaje protagónico de la obra “Sepulturas”, de Hugo Hinojosa, personaje tan atormentado, sufrido y sumido en una tristeza desesperante, refiere una vivencia en Nueva York:  “En Nueva York asistí a uno de los más hermosos conciertos que he vivido. Vladimir Horowitz tocó el Tercero de Rajmáninoff, con Zubin Metha dirigendo. Cada que Horowitz tocaba una tecla, la sentía como un proyectil que venía derechito a mi corazón, mientras yo cada vez me hundía más. Ha sido una de las vivencias más hermosas…”

   En su icónico “El Libro de las Quimeras”, Emil M. Cioran escribe:

   “No existe motivo alguno para no estar triste. La tristeza está tan ligada a la naturaleza, que precede al hombre. No sé si al principio era la tristeza y si la tristeza provenía de Dios, pero lo que sí sé es que debió aparecer en los primeros días de la creación, antes que las criaturas. El hombre ya no podía evitar la tristeza y, por eso, a lo largo de los tiempos, no encontró manera alguna de no estar triste. ¿Qué música es esa que no nace de la tristeza y no nos lleva a ella? Y en la tristeza musical no se produce el desengaño de este mundo cercano, sino el alejamiento del divino. La música es de esencia religiosa. No en vano es la única respuesta que ha podido dar el hombre a las voces celestiales.” (3)


   Al final de su primera Elegía Duinense, Rilke recurre a la metáfora del origen de la música refiriéndose a Linos, el mítico personaje griego. Cuenta la leyenda que Linos era un doncel de cautivadora belleza, amado por todos. Murió joven. Su muerte provocó en todos los que le conocieron, una árida petrificación, que devino en tremendo vacío, el vacío que genera la partida de un ser entrañablemente amado. Aquellos marcados por su árida petrificación, se reunieron a tristear la prematura partida de Linos. La tristeza de ellos  en aquel espacio vacío, fue incrementando la intensidad desde sus entrañas de tal manera, que esa intensidad hizo manifestar la tristeza desde lo profundo de su ser con un temblor que pronto se ubicó en el espacio, provocando en él una vibración que devino en sonido, es decir, en música, una música que “nos arrebata, consuela y ayuda”. Este es el texto de Rilke:


    A final de cuentas, los que se nos adelantaron, no nos necesitan; uno se desacostumbra a la savia terrenal como tiernamente uno abandona los pechos maternos.
   Pero nosotros, tan necesitados de grandes misterios, de aquellos de los que desde la tristeza con frecuencia brota progreso beatífico: ¿podríamos existir sin ellos?
   ¿Acaso es vana la leyenda según la cual la atrevida música primigenia perforó el árido endurecimiento que el lamento por Lino provocó?
   ¿Que sólo en ese espacio horrorizado del que de pronto salió para siempre un doncel casi divino, el vacío devino en tal vibración, vibración que ahora nos arrebata, consuela y ayuda?


   Rilke parece decirnos que la música que nos arrebata, consuela y ayuda, existe desde que la poderosa interiorización de lo vivido, se manifestó temblando (vibrando) en el espacio vacío y, con ello, trasladó la vibración al espacio vacío mismo. 

   También así lo manifiesta en relación a Orfeo: este devenir vibración, este entonar y cantar, es, de una vez por todas, Orfeo, escribe Rilke en sus Sonetos a Orfeo. Se trata de la música primigenia, que emerge de la vibración que nos arrebata, consuela y ayuda.

                                                               RILKE

El texto íntegro de mi traducción de la Primera Elegía Duinense, se puede leer en


 *Director Artístico de Consortium Sonorus, orquesta de cámara. 
   Presidente de Música de Concierto de México, S.C.
    Su blog:

©SergioIsmaelCárdenasTamez, Ciudad de México; 3 de enero de 2020.

(1)    COMTE-SPONVILLE, André: Impromptus. Entre la pasión y la reflexión. Ediciones Paidós
 Ibérica, Barcelona, 2005.
          (2)  HILDESHEIMER, Wolfgang:  MOZART. Javier Vergara Editor, Buenos Aires, 1982, pág.  69
          (3)  CIORAN, Emil. M.: El Libro de las Quimeras, Tusquets Editores, Barcelona, 1996, pág. 231-232

viernes, 3 de enero de 2020

La Verdad MOZART


                                            Retrato de Mozart, por Elvira GASCÓN, 1983.



L   A       V  E  R  D  A  D       M   O  Z  A  R  T
por Sergio Cárdenas*
  
   La música de Mozart es enigma y axioma, es estímulo y reto, es dolor y felicidad. ¿ Qué hay en la música de Mozart que nos da todo esto ?  ¿Qué tiene su música que no lo tiene la música de otros compositores ? ¿ Y de dónde esa contundencia de su lenguaje ? ¿ Qué es lo que hace a la música de Mozart irresistible ?

   En su novela “El corazón es un cazador solitario”, la escritora norteamericana  Carson McCullers nos describe a la niña Mick y sus experiencias al encuentro con la música de Mozart.  Cuando, los domingos por la tarde, Mick se sentaba en los peldaños frente a la habitación de una de las inquilinas de su casa, oía las transmisiones de música y siempre recordaba de manera especial las piezas clásicas. Y de ésas, “en especial la música de cierto individuo que hacía encogerse su corazón cada vez que la escuchaba.  A veces la música de este tipo sugería coloreados y diminutos trozos de caramelo y, otras, era lo más suave y triste que nunca hubiera imaginado.”


    Como la fe, la música exige una relación personal;  Mick  vivía su relación personal con la música  intensamente en la soledad.  Meses después de su encuentro con la música de Mozart, Mick la recordaba con emoción particular; una compañera de su escuela que tenía piano le había dicho que el tipo ése cuya música le encantaba había sido un chico que vivió hacía mucho tiempo en Europa.  Y aunque era sólo un chico, había compuesto obras para piano, para violín, para banda y para orquesta.  Mick recordaba especialmente seis melodías diferentes de las piezas que había escuchado meses atrás.  “Algunas eran rápidas y cantarinas y otras como ese aroma primaveral después de la lluvia.  Pero todas sin excepción la hacían sentirse triste y exaltada a la vez.”

   Dice Cioran, en referencia a la música de Mozart, que “el hombre sólo puede ser sustancioso en la desgracia” ¿Acaso la música de Mozart es un escape de su propia realidad?  Nuevamente Cioran: “¿ Acaso sólo Mozart nos enseñó la profundidad de la alegría ?’’  Ciertamente la vida de Mozart no fué un paraíso; su padre lo explotó desde muy temprana edad, sometiéndolo a largos viajes por toda Europa y haciéndolo tocar ante la clase reinante.  Wolfgang, quien ya a los seis años había escrito su primera composición,  demostrando a esa edad su superioridad  como compositor sobre su propio padre, asombraba desde entonces por su indiscutible talento como ejecutante de teclados, por su asombrosa memoria y oído musical, pero sobre todo por la irresistible espontaneidad y madurez de su música.


   Consciente de su capacidad Mozart se opuso al totalitarismo y la arbitrariedad del Arzobispo-Príncipe Elector de Salzburgo quien, por supuesto, lo echó de la corte de una forma muy a tono con su nivel cultural: con una patada en el trasero.  Mozart nunca olvidaría este hecho; en las últimas cartas a su padre, menciona cuánto rechazo sentía por su ciudad natal, que en vida nunca lo entendió.  Por otro lado, en Viena, como respuesta a la creciente fuerza de la llustración, se había apoderado de la corte lo trivial, superfluo y desechable, lo que dificultaba la supervivencia de Mozart en esa ciudad.  Su ópera “Las Bodas de Fígaro”, por ejemplo, que con tanto éxito dominaba el “Hit-parade” de toda la Europa Central, había sido prohibida en Viena por las supuestas denuncias sociales que hacía.  Constanza su esposa, cuyo papel histórico ante Mozart no está del todo claro, enfermaba continuamente y tenía que abandonar a Amadeus por largas temporadas mientras se atendía en algún balneario medicinal.

   Nada de  su  sufrimiento  lo  tradujo Mozart a su música, como más tarde lo harían los compositores románticos, pues él trascendía esa realidad.  Es decir, su música no es de manera alguna,  programática o descriptiva, ni siquiera aquella de las óperas pues, como escribí antes, Mozart apela al espíritu trascendente y, en el caso de sus personajes operísticos, a la caracterización de la esencia sicológica de ellos.

De un poema del austriaco Grillparzer

   En su música encontramos una serie de elementos que bien podrían ser ejemplo a seguir en muchos aspectos de la vida.  De entrada nos encontramos con una música ligera, es decir, transparente, balanceada en su estructura y, por tanto, carente de densidades superfluas; ello es reforzado por un interminable fluir melódico siempre cantable y timbricamente acertado, así como por una vitalidad rítmica y riqueza armónica presente hasta en los silencios.  Todo lo maneja Mozart con una envidiable economía de medios, lo cual requiere de un profundo conocimiento de las posibilidades instrumentales y vocales.  Si bien podemos decir que Mozart es el crisol que corona una variada gama de corrientes musicales, entre las que encontramos las escuelas italiana, francesa y alemana, que eran modernas en su época, así como elementos polifónicos y hasta del folclor turco, en no pocas ocasiones Mozart se adelanta a su tiempo hasta en más de un siglo, como es el caso de la música de “Don Giovanni”, cuyas audaces armonías, el mundo volvería a escuchar en “Tosca” (Puccini); o la virtual presencia de la serie dodecafónica en el desarrollo del cuarto movimiento de la Sinfonía 40, técnica de composición musical que la llamada Nueva Escuela Vienesa de principios del Siglo XX proclamara como suya.

   Por ello la música de Mozart respira y transpira intemporalidad, pero también ubicuidad.  Cautiva tanto en Salzburgo como en Somalia, en Oaxaca y en Mississipi, en Nepal y en Tierra de Fuego.  Cautiva finalmente porque la música de Mozart lo trasciende a él mismo, es decir es expresión de lo más trascendente de la humanidad y, por lo tanto, expresión para la que Mozart era un vehículo más que afortunado. 

Primera página del manuscrito de la Sinfonía en La-mayor, KV 201

Aquí es donde aparece esa enigmática característica de su obra, que es mozartiana porque así es su factura pero que simultáneamente no lo es porque en realidad es expresión de la humanidad misma (“el corazón de los hombres, es su escritura”, escribió el poeta Dyma Ezban en su poema MOZART).  Hay quien afirma que en el fondo de su música se puede escuchar el latir del corazón materno.  Quizá por ello eso de su intemporalidad se refiere a que no pone límites de edad a sus oyentes.

                                     Música en azul y verde radiantes, óleo de la autoría de PÍA

   La música de Mozart es axioma en cuanto es verdad, característica ésta que es la suprema del arte musical.  Y por cuanto es verdad, es también arquetipo, parámetro, paradigma.  Cioran, el nihilista, reconoce en ella “la música oficial del paraíso”.  Por su manera de manifestarse, esta música es contundente y, por ser así, también irresistible.

   Por última vez Cioran: “Yo no quiero morir pues no puedo imaginarme el ser despojado de esta armonía de siempre... fluidez de la luz, algarabía, alegría”.  Así es la música de Mozart.

Foto de Jesús Morales

·      compositor musical y director sinfónico, Profesor Titular de Carrera en la Facultad de Música de la Universidad Nacional Autónoma de México, en la Ciudad de México.
·      Director Artístico, fundador de CONSORTIUM SONORUS, orquesta de cámara. 

       Su página web: www.sergiocardenas.net

                 ©SergioIsmaelCárdenasTamez, Ciudad de México, 3 de enero de 2020.