lunes, 24 de mayo de 2021

M. TSVIETÁIEVA: EL METRÓNOMO ERA UN ATAÚD

 

EL METRÓNOMO ERA UN ATAÚD

Extracto del relato “MI MADRE Y LA MÚSICA”, de la notable escritora rusa MARINA TSVIETÁIEVA (Moscú, 1982; Elábuga, 1941). Ediciones Sin Nombre, México 2011. Páginas 31 a 33.


“El tic-tac del metrónomo. Hay en mi vida algunas alegrías inquebrantables: no ir al liceo, despertar en un lugar que no era la Moscú de 1919 y no oír el metrónomo. ¿Cómo lo soportan los oídos musicales? (¿O los oídos musicales son algo distinto de las almas musicales?). El metrónomo a mí, hasta los cuatro años, incluso me gustaba, casi tanto como los relojes de cucú, y por la misma razón: porque en él también habitaba alguien, pero no se sabía –quién, porque era yo quien, en casa , le daba vida. Era una casa en la que yo misma habría querido vivir. (Los niños siempre quieren vivir en lugares inconcebibles, como mi hijo, que a los seis años soñaba con vivir en un farol de la calla: con luz, calor, en lo alto, desde donde todo se ve. “¿Y si lanzan una piedra contra tu casa? “  -“¡Pues yo les lanzaré fuego!”). Pero en cuanto caí bajo su tic-tac metódico, comencé a odiarlo y a tenerle miedo hasta la taquicardia, hasta el desvanecimiento, hasta el derramamiento de un sudor helado, como ahora por las noches tengo miedo del despertador, de cualquier sonido regular –de noche.  ¡Como si ese sonido viniera a buscar mi alma! Alguien está encima de tu alma, y te apremia, y te retiene, y no te deja respirar, ni tragar, y te seguirá apremiando y reteniendo aun cuando te hayas ido. – solo en la casa vacía, en el taburete vacío, en la tapa cerrada del piano, - porque se olvidaron de detenerlo – y así seguirá hasta que se le acabe la cuerda. Un ser sin vida – contra uno vivo, uno que no es – contra uno que es. ¿Y si la cuerda no se acaba – nunca, y si no puedo levantarme del taburete – nunca más, nunca lograré librarme del tic-tac, tic-tac?  Era la Muerte, que estaba encima del alma, del alma viva que puede morir – era la Muerte inmortal (muerta). El metrónomo era – un ataúd, y en el vivía – la muerte. El horror del sonido me hacía incluso olvidar el horror del aspecto: una barra de acero que salía como un dedo  que con una obtusidad maniaca se balanceaba detrás de mi espalda viva. Este fue mi primer encuentro con la técnica y predeterminó todos los posteriores, la técnica en toda su frescura, su ramillete de acero y su primer botón  de acero, para mí. ¡Oh, nunca iba detrás del metrónomo! Él no sólo me mantenía – en ritmo, sino que me clavaba, fisicamente, al taburete. El metrónomo en marcha era la mejor garantía de que yo no me giraría a ver el reloj. Pero mi madre, por fortuna, a veces se olvidaba de él, y ninguna honestidad protestante mía - ¡suya! – podía obligarme a recordárselo y a condenarme a mí así,  a mí misma, a semejante tortura. Si alguna vez quise matar a alguien, fue – al metrónomo. Y de mis ojos aun no ha dejado de desprenderse aquella mirada de voluptuosa venganza que yo, después de haber terminado de tocar y pasando con aire de gran naturalidad frente a la estantería, le dirigía por encima de toda la arrogancia de mi hombro: “¡Yo – me voy, y tú – te quedas!”

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