jueves, 16 de abril de 2020

El "Cristo-Hombre", de Elvira Gascón


El “Cristo-Hombre”, de Elvira Gascón
                                                           por Sergio CÁRDENAS*


   Conocí a Elvira Gascón (1911, en Soria, España;-2000, en la Ciudad de México) en el otoño del año 1980, gracias a los buenos oficios de Enrique Villa Ramírez. Ese encuentro con Elvira resultó ser, para mí, muy afortunado. Descubrí una persona  de enorme entereza, con una tremenda erudición, conocedora profunda de las manifestaciones artísticas, con sensibilidad a flor de piel, de conversación fluida y expresiva, cariñosa y generosa.

   Desde ese primer encuentro, fueron muchas las veces que la frecuenté en su casa-atelier de San Ángel, al sur de la Ciudad de México. Ya en mi primera visita, Elvira había tenido a bien mostrarme su óleo “Cristo-Hombre”, conmovedor e imponente, que tenía en su atelier: me hice devoto de ese grandioso cuadro. De hecho, debo confesarlo, las visitas a Elvira llevaron siempre el sesgo de ser una suerte de peregrinación, para contemplar una vez más, y siempre como si fuera la primera vez, esa espectacular pintura.

   En cierta ocasión, Elvira tuvo a bien contarme la historia de ese lienzo, narración que aún recuerdo de manera vívida, como si en este preciso instante me la estuviera contando.

   Conocedora como lo era de  la literatura clásica española e incluso de los clásicos griegos, Elvira, de arraigada fe católica, conocía muy bien la Biblia. Así, contó Elvira, cuando llegó por primera vez a la  Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid, en 1929 (Elvira contaba 18 años de edad), se topó con el famoso “Cristo Crucificado”, que Diego Velázquez había pintado hacia 1632.  (Desconozco si este cuadro, que hoy se expone en el  madrileño Museo del Prado, estuvo por aquellos años en la Academia de San Fernando, o se trataba de una réplica. O quizá Elvira lo vio en ese entonces en El Prado, y no en la Academia de San Fernando).

   La  reacción de Elvira, al contemplar por vez primera la obra de Velázquez, fue: “¡No puede ser! No es eso lo que narran los Evangelios: Cristo había sido ultrajado, golpeado, herido a latigazos, había llevado a cuestas la pesada cruz sobre caminos polvorientos hasta el Monte Calvario: ¿cómo puede aparecer aquí extremadamente pulcro, impoluto, tan atlético,  sin siquiera rastro alguno de polvo? Desde ese momento, me propuse pintar un Cristo, con los rasgos de lo narrado en los Evangelios”.

                                       "Cristo Crucificado", de Diego Velázquez

   En 1939, por la situación política de España, Elvira se refugió en México, donde llevó a cabo una gran actividad artística y donde, finalmente, murió. “Al llegar a México”, seguía narrando Elvira, “me enamoré de la fisonomía del indígena mexicano, tan diferente a la europea. Decidí que, cuando se llegara el momento, tomaría como modelo para el Cristo crucificado, a un indígena mexicano”.

   Pasaron más de tres décadas (y una impresionante producción artística) hasta que llegó el momento de pintar el emblemático cuadro. Años antes de ese momento, Elvira recorrió  hospitales de la Ciudad de México exponiendo su petición: “Que, por favor, le avisaran cuando tuvieran en su respectiva morgue, un cadáver con las características que, se supone, podrían haber sido las de Cristo, aunque en “formato mexicano” : rostro indígena, con musculatura “perfecta”, sin vientre abultado;  y que, desde luego, le permitieran observarlo para realizar bosquejos a partir de los cuales podría pintar su óleo”. Casi todos los directivos de los hospitales la tildaron de loca o, al menos, necrófila. Sólo uno de ellos, el del Hospital de Xoco, aceptó la solicitud de Elvira y se comprometió a avisarle cuando, según lo considerara, tuviera un cadáver con las características referidas.

   Tras algunos años de espera, una noche de 1975, hacia las 19:00 h, recibió una llamada telefónica de la Dirección del Hospital Xoco: “Que creían tener lo que ella andaba buscando”. De inmediato, Elvira toma consigo el material necesario para realizar los bosquejos (pinturas de óleo, lápices, papel cartón blanco, etc) y se dirige al nosocomio. Al llegar, unos médicos residentes la trasladan  a la morgue. Elvira recibió su primera impresión de esa morgue: era gigantesca, dijo, una sala grandísima en el sótano del nosocomio, dividida en dos secciones, llena de cadáveres; quizá muchos de ellos no habían sido reclamados. Ahí estaban todos los cadáveres cubiertos con sábanas blancas. Los residentes le muestran el cadáver, aún cubierto por la sábana, del prospecto que se había elegido. “Necesito verlo”, les dijo Elvira. Al descubrirlo, contó Elvira, lancé una fuerte exhalaciónn y casi un grito diciendo: “¡pero qué hermosura!”

   No imagino y sí imagino qué reacciones tuvieron los médicos residentes ante las exclamaciones de Elvira. Al tener poco tiempo a disposición, Elvira pidió que el cadáver fuera colgado, a lo que los médicos residentes, casi a regañadientes, reaccionaron colgándolo sobre la puerta del cancel que dividía las dos secciones de la morgue, utilizando para ello la misma sábana que cubría el cadáver.

   “Puse manos a la obra para bosquejar (dibujar) la figura del colgado (crucificado), para precisar en óleo el color de su piel, para tratar de captar la “expresión” de un cuerpo inerte. En eso estaba, cuando alguien, desde el otro lado de la morgue, quiso ingresar a la sección donde estábamos nosotros. Al empujar la puerta y dado que el cuerpo ya tenía algunas horas de haber fallecido (no se conocían ninguno de los datos personales de quien fue en vida ese cadáver; se tenía la sospecha de que era uno de los muchos trabajadores de la albañilería de alguna población de la periferia de la Ciudad de México que a diario se trasladan desde sus pueblos a trabajar en la gran ciudad.  Tampoco había sido reclamado por persona alguna), las vísceras del cadáver se ‘soltaron’, lo que resultó en que su cuello desapareció y  se abultó su vientre.”

   Hacia las 22:00 h, los residentes informaron a Elvira que su tiempo se había agotado, por lo que tenían que dar por terminada la sesión. Ella regresó a casa, cenó algo y se acostó a dormir. A las 05:00 h del día siguiente, se levantó, tomó un café y  fue a su jardín, donde se acostó boca arriba y así permaneció hasta las 11:00 h, reflexionando sobre el proceso creativo que empezó a incubarse más de tres décadas antes. En todas esas décadas, Elvira tenía la tela 114 x 230 cm, lista para cuando llegara el momento largamente deseado.

   A las 11:00 h, Elvira se levanta, va a su atelier y se dispone a pintar el Cristo. No sé si siempre lo hizo, pero para entonces, Elvira no recurría al pincel para pintar, sino que lo hacía con trapos. Y así pintó este Cristo, que terminó en la asombrosa cantidad de sólo tres (3) horas: a las 14:00 h, el Cristo estaba terminado. Es decir: las más de tres décadas de tener la obsesión y aspiración suprema de pintar un Cristo crucificado más real (más cercano a la narración de los Evangelios) y más “cercano” al profundo amor que Elvira desarrolló por México, se volcaron  en esas tres horas como torrente creativo con ímpetu, con fuerza avasalladora, con pasión crística, con un alud de emoción generosa que nos ha legado una de las manifestaciones más contundentes que conozco (sin duda, para mí, la más contundente) de lo que significa una personalísima postura artística ante el drama del Crucificado en el Gólgota.

   Contó Elvira que Carlos Pellicer, con quien tuvo gran amistad, gustó mucho del cuadro y, finalmente, le dio el título que también a Elvira le gustó: “Cristo-Hombre”. ¡Gracias, Elvira, por este grandioso legado!

                                                     "Cristo-Hombre", de Elvira Gascón

*compositor musical y director sinfónico; Director Artístico de Consortium Sonorus,
   orquesta de cámara.    ©SergioIsmaelCárdenasTamez, CdMx, el 15 de abrl de 2020.

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