jueves, 16 de abril de 2020

La extensión de la fe mozartiana



LA EXTENSIÓN DE LA FE MOZARTIANA
Sergio Cárdenas

Para muchos ha sido un enigma tratar de ubicar la postura religiosa de Mozart. Si bien es cierto que en sus primeros trabajos (pero también en su último) estuvo al servicio del clero, también es cierto que pronto en su vida y durante gran parte de la misma estuvo distanciado de la Iglesia , sobre todo desde el momento en que recibiera el célebre puntapié en el trasero con el que el arzobispo elector de Salzburgo lo despidió. Sin embargo, el hecho de estar distanciado “oficialmente” de la Iglesia no fue sinónimo de su distanciamiento de Dios. Al menos así lo podemos deducir de sus cartas. En algunas de ellas encontramos manifestaciones de su probada fe; sobre todo en aquellas dirigidas al abad Bullinger de Salzburgo en las que discurre sobre el significado de la religión y del ser un buen cristiano. A raíz de la muerte de su madre el 3 de julio de 1778 en París, Mozart escribió a su padre que tanto él, su padre, como su hermana, “se debían entregar finalmente a la voluntad de Dios y rogar por su inexpugnable y su superior sabiduría que el buen Dios ha tenido a bien otorgarle a él [Mozart] en gracia”. En la misma carta Mozart comenta que a partir de los momentos de profunda tristeza que le ocasionara la muerte de su madre se consoló con tres cosas: primero con mi absoluta entrega y confianza en la voluntad de Dios; después por la ligera y hermosa muerte que ella [su madre] tuvo, en la cual me imaginé cuán feliz, más feliz que nosotros, era ella a partir de ese momento; y de ello viene mi tercera consolación la cual es que a ella no la hemos perdido para siempre, sino que la volveremos a ver más tranquila y más feliz que en este momento; no sabemos aún cuándo, pero cuando Dios quiera también yo querré.

En otra carta que Mozart dirigiera a su padre desde Viena a raíz de haberse enterado de su enfermedad, encontramos al compositor en un estado de madurez que combina una mayor profundidad de su concepción de Dios, del mundo y de la vida con una absoluta pureza del alma que, por lo demás, está siempre presente en su música. En ella, Mozart escribe a su padre lo siguiente:

...puesto que la muerte, tomada con toda precisión, es el verdadero propósito último de nuestras vidas, desde hace un par de años me he hecho conocido de esta verdadera y mejor amiga del hombre y su imagen no únicamente ha dejado de asustarme, sino que me aporta mucho de tranquilidad y consuelo y le agradezco a mi Dios que me haya dado la suerte y la oportunidad de conocerla como la clave para nuestra verdadera felicidad. Nunca me acuesto sin pensar que yo quizá, aunque sea joven, no vaya a existir más al día siguiente...

Podría asegurar que estos pensamientos regresaron a su mente cuando, en la primavera de 1791, Mozart recibió el encargo de aquel célebre “emisario gris” de componer una misa de Réquiem, obra que, como la Gran Misa en Do menor K 447, también llegara a la posteridad en forma de torso. ¿Encontramos en este Réquiem de Mozart alguna exégesis musical de su fe? ¿Será de alguna manera posible afirmar lo anterior si, a final de cuentas, Mozart no lo pudo terminar y la versión que hoy conocemos de esta obra es la que completó su alumno Franz Xaver Süssmayr? Pienso que en gran medida podríamos decir que el Réquiem de Mozart refleja la postura personalísima del compositor ante Dios, ante la vida y, por supuesto, ante la muerte. Además, Mozart recurre a formas musicales históricamente asociadas con la música sacra, que resaltan la voz humana por sobre la instrumental, para manifestar de esa manera el carácter personal de su composición. Puedo afirmar también que la fe mozartiana, si bien era una fe cristiana, trascendía el carácter puramente confesional. Lo anterior lo podemos corroborar por el uso indistinto que hace de formas musicales que en la época se asociaban con formas típicamente católicas o protestantes. Así, por ejemplo, las partes vocales del Réquiem son en muchos pasajes de un carácter fugado muy similar al de los compositores “protestantes” Bach y Haendel; en otros adquiere colores con movimientos vocales similares a los del salvador de la música católica, Giovanni Pierluigi da Palestrina.

Mozart concibe su Réquiem dramáticamente, es decir, con cada una de sus partes emanando de la anterior y desembocando en la que sigue; además, con frecuencia aplica la doctrina barroca de los afectos, adaptándola a las necesidades propias del lenguaje musical clásico. En el “Introito” (Raequiem aeternam) Mozart nos muestra la espacialidad de la paz eterna recurriendo a una afortunadísima combinación del más puro estilo polifónico en las partes corales (reforzadas por los trombones, como en los tiempos de Josquin Desprez), vestidas sonoramente por las cuerdas, los coloridos sombríos de los fagotes y de los corni di bassetto (precursores del actual clarinete), así como el dramatismo de trompetas y timbales.

La fe mozartiana descrita en las dos cartas citadas arriba está muy alejada de la idea del catolicismo barroco de recurrir al miedo del cristiano ante un Dios terrible que se vengará de sus detractores el día del juicio final. Por el ello, el Dies irae si bien contiene una gran carga dramática así como una gran agitación en su estructura, me parece más una expresión de aquella absoluta confianza de Mozart en Dios, quien lo redimirá en el juicio final. Esta postura se refuerza en el Rex tremendae en el que Mozart describe la grandeza divina, muy semejante a las visiones del profeta Isaías, contraponiéndole la pequeñez de él mismo ante esa grandeza. En este tercer número de la secuencia litúrgica, Mozart describe a un Dios cuya grandeza asociamos militarmente, pero también cósmicamente: es decir, su presencia llena el universo. Aquí voces y orquesta se complementan en la más profunda confesión combinando acordes fuertes y llenos, con ritmos marciales y con erupciones corales casi idénticas a aquellas con las que Bach abre su Pasión según San Juan. Por primera vez en esta obra Mozart recurre a la indicación musical fortissimo y lo hace cuando el coro debe enunciar el texto Rex tremendae majestatis. Encontramos la súplica y la confesión personalísimas de Mozart al final de esta obra coral cuando de manera muy discreta y, pudiéramos decir, hasta conmovedoramente endeble, reduce al mínimo la expresión Salva me.

En el célebre Lacrimosa, cuyos primeros ocho compases fueron los únicos compuestos por Mozart, encontramos otra referencia a Bach: en el coro inicial de su Pasión según San Mateo, el pueblo llora por la muerte del Cordero de Dios. En su Lacrimosa Mozart llora en su intimidad por la tranquilidad y felicidad que le causa saber que el cristiano, en su muerte, realmente pasa a mejor vida, ibre de las penas del infierno y de la boca de los leones, como lo corrobora inmediatamente después en el “Ofertorio”; allá, en la muerte, es donde el verdadero cristiano vuelve a la “luz santa” como se le prometió a Abraham y a toda su descendencia.

Sabemos que antes morir, Mozart le comentó a su alumno Franz Xaver sus intenciones musicales para con las diferentes partes del Réquiem. Por ello es más que afortunado el que haya sido este alumno el encargado de completar el torso mozartiano, proveyéndolo de una forma redonda al recurrir en la parte de la comunión a la música del “Introito” y del “Kyrie”. “Con los santos en la eternidad” es el texto con el que concluye el Réquiem de Mozart. El lenguaje de esta doble fuga, que utiliza un tema musical que Haendel nos brinda en su oratorio Mesías, nos da la impresión de la constante multiplicación de los “Santos de Dios”, manifestándonos la voluntad y la fe del genio de Salzburgo para con la humanidad y para con Dios. Al privar el acorde final de la tercera lo reviste inmediatamente de eternidad, no habiendo encontrado mejor manera de manifestarse. Así, la fe mozartiana y su música trascienden el tiempo, el espacio y el confesionalismo que pretende apropiarse del alma humana. La relación con Dios, nos enseña Mozart, es a final de cuentas una relación personal. La música de Mozart es una extensión de esa misma relación.

Texto publicado en S. CÁRDENAS: Estaciones en la música. México, Conaculta, 1999 (Lecturas
mexicanas, cuarta serie), pp. 22-25.

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