EL PESO DE UNA SOMBRA
por Sergio Cárdenas*
Si la historia ha corroborado a Beethoven como uno de los gigantes de la composición musical y también como el primer pilar sobre el que descansa el puente que cubre todo el S. XIX en el ámbito de la creación sinfónica, impacta aún más el peso que su obra tuvo sobre los compositores sinfónicos que le sucedieron en ese mismo siglo. Johannes Brahms (1830.1897) es uno de los compositores en quien la sombra de Beethoven ejerció gran influencia; y más que influencia, era un reto: el reto de componer sinfonías que reflejaran el progreso y la personalidad musical de manera independiente de las sinfonías de Beethoven. Daba la impresión de que la obra sinfónica del coloso de Bonn no solamente era reconocida como modelo sino que ejercía también el desafío de ser especie de hipoteca musical.
Brahms estaba consciente de esta posición histórica y no fue sino hasta cuando entró en la cuarta década de su vida que se sintió con los tamaños para dar a conocer su Primera Sinfonía. Antes de esto había escrito al director de orquesta Hermann Levi las siguientes palabras: “nunca compondré una sinfonía; no tiene idea de lo atrevido que uno se siente cuando oye siempre a un gigante como él (Beethoven) marchar detrás de uno”. (1)
Brahms dio a conocer sus cuatro sinfonías entre 1876 y 1885. El proceso de composición de su Primera sinfonía nos corrobora lo presionado que se sentía por la obra de Beethoven. Aunque los primeros bosquejos sinfónicos de Brahms datan de los años 50, el movimiento inicial de su Primera sinfonía lo terminó en 1862 pero lo dejó reposar 12 años, para retomarlo en 1874 y continuar con la composición de los otros movimientos.
Si a la Primera Sinfonía (en do-menor, op. 68) de Brahms se le conoció en un principio como “la Décima Sinfonía de Beethoven”, la Tercera Sinfonía, en Fa-mayor, op. 90, es, en definitiva, una sinfonía brahmsiana. No son pocos los que la califican como su sinfonía más representativa. Esta sinfonía, en efecto, tiene una clara factura romántica, comunicando una expresión profunda y apasionada que en ningún momento se desfasa puesto que se mantiene en los perímetros de la sinfonía clásica (en cuanto a la forma), pero se muestra siempre como resultado de un proceso de interiorización que tiene como objetivo hacer de la música el espejo del alma y sus diferentes estados.
La Tercera sinfonía de Brahms es rica por la variedad de atmósferas que maneja, atmósferas que son contrastantes pero que, de igual manera, por la profundidad de sus raíces, crean esperanza y hasta podrían ser situadas dentro de los espacios que caracterizan la dinámica de la fe.
El primer movimiento de esta sinfonía, Allegro con brio, abre impetuoso y expone de inmediato los motivos musicales que definirán su perfil y el de toda la sinfonía. De entrada sentimos la nostalgia propia del romanticismo brahmsiano. A veces esta nostalgia se expresa como deseo vehemente, a veces como el recuerdo de un mundo idílico que parece haberse ido para siempre y por cuya recuperación luchamos; es en esta lucha en la que se gesta la esperanza que al final parece triunfar cuando el tema inicial es enunciado por última vez de tal forma que tras haberse expandido, involuciona tranquilamente hacia sí mismo.
El Andante que le sigue se asemeja a una canción pastoril cantada en las laderas de la montaña; Brahms enfatiza la pureza de este mundo en Do-mayor al pedir que el tema sea dicho de manera expresiva y sencilla. La hermosa melodía que canta con suavidad el clarinete, parece ser el canto de un pastor entre pastores que asientan, comentan y contrapuntean esta melodía, la cual en mucho se acerca a las canciones más hermosas de Schubert, caracterizadas por su gran cantabilidad. A diferencia del ímpetu del primer movimiento, este Andante refleja un carácter contemplativo y, quizá más que eso, meditativo.
El célebre tercer movimiento, Poco allegretto, interioriza aún más que el anterior, La tonalidad de do-menor y el hecho de dar la exposición del tema principal en primer lugar a los violonchelos con un acompañamiento transparente preimpresionista, nos traslada a un mundo de claroscuros que hilvana de manera continua las expresiones de un deseo insatisfecho al dejar las armonías en suspenso y manteniéndose siempre en un volumen bajo; parece querernos contar de la resignación que resultó al quedar suspendida la búsqueda de la felicidad.
Desde este mismo punto y sotto voce, parte el cuarto movimiento (Allegro), en el que notamos intentos decididos de romper la opresión del espíritu y alcanzar lo deseado. Así, tras una breve plegaria en pianissimo, que después regresa grandiosa y solemne, Brahms se decide a romper las ataduras: irrumpe con violencia y desesperación en un largo pasaje de contrastes dinámicos extremos y de gran virtuosismo orquestal para, tras modelar armónicamente de regreso al Fa-mayor, enunciar, con la tranquilidad que da la paz interior, por última vez el tema del primer movimiento. _De esta manera no sólo da unidad a la sinfonía, sino también nos hace recorrer, en una sola frase, todo el trayecto de atmósferas, pasión, esperanza, confianza y resignación por las que nos llevó la obra.
Cabe citar aquí al director de orquesta Wilhelm Furtwängler: “no el grado de atrevimiento o lo novedoso de lo dicho, sino el grado de la necesidad interior, de humanismo y de la fuerza de su expresión, es el parámetro para conocer el significado de una obra de arte”. Brahms podía estar tranquilo: ahora su obra no estaba cubierta por la sombra de Beethoven.
(1) KALBECK, M.: Johannes Brahms, Deutsche Brahms-Gesellschaft, Berlin, 1904-1914.
© Sergio Ismael Cárdenas Tamez, 2008.
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