domingo, 26 de abril de 2009

S. Cárdenas: Escuchar sin prejuicios

Escuchar la música sin prejuicios, con apertura auditiva.

por Sergio Cárdenas*

 

En los tiempos en los que el célebre director de orquesta italiano Claudio Abbado (Milán, *1933) ocupó la dirección artística del Teatro alla Scala, de Milán (1968-1986), emprendió lo que llamó una labor social  de difusión musical entre la comunidad obrera de esa nórdica ciudad italiana, tan llena de plantas industriales. Abbado fue apoyado en su empresa por muchos músicos italianos; uno de esos músicos fue el célebre  pianista Mauricio Pollini (Milán, *1942).

Por aquellos años, Pollini se asumía como un “evangelista” o “misionero” de la producción pianística de la llamada Nueva Escuela Vienesa (representada por Arnold Schoenberg (1874-1951), Anton von Webern (1883-1945) y Alban Berg (1885-1935) y de las corrientes  de composición musical de ella derivadas.

Un buen día, Pollini fue programado para brindar un recital pianístico al término de la jornada laboral en una fábrica de los suburbios milaneses. Se instaló un escenario y sobre él un piano de concierto. Pollini decidió iniciar su participación no tocando algo al piano, sino dando una explicación sobre la importancia de la Nueva  Escuela Vienesa en el desarrollo occidental de la música,  haciendo énfasis en lo que se denomina sistema o método dodecafónico  de composición musical y sus repercusiones ultraeuropeas desde que Schoenberg lo presentó en Viena en los albores del siglo XX. En esas estaba el buen Pollini cuando un trabajador lo interrumpió para preguntarle:

 

-       ¿Vienes a hablar o a tocar el piano?

 

Pollini, de inmediato, interrumpió su alocución y sentóse al piano a tocar una Sonata para Piano del francés Pierre Boulez (Montbrison, *1925). No había terminado Pollini de tocar la segunda o tercera  página de la Sonata bouleziana , tan llena de disonancias, clusters (aglomeraciones de sonidos), sin una secuencia melódica que cualquier “cristiano” normal pudiera “seguir” (menos aún tratándose de un público condicionado auditivamente por la cantabilidad de las famosas arias de óperas italianas) , con saltos de un extremo al otro del teclado, en fin, con tantas manifestaciones a las que los “eruditos” suelen referirse como pruebas de la modernidad en música, cuando aquel mismo trabajador, a quien le pareció que lo que Pollini ofrecía “no tenía ni ton ni son”,  le gritó:

 

-       Oye, no sigas, ¡mejor deja de tocar y cuéntanos algo!

 

Con ello, según se ha sabido, se dio por terminada la labor social  de difusión musical que Pollini había programado para ese día.  Debe el lector saber, sin embargo, que recitales pianísticos con obras de los compositores mencionados, fueron muy frecuentes y exitosos en no pocos foros europeos, en especial en Festivales de tanto prestigio como los de Salzburgo, donde Pollini ha sido aclamado como verdadero héroe musical durante varios años.

 

En 1967 el Coro del Departamento de Música Sacra del Seminario Teológico Presbiteriano de México, emprendió una gira por los estados mexicanos de Tabasco y Chiapas. Yo tenía por aquel entonces poco tiempo de haber iniciado mis estudios musicales en esa escuela (a la que tanto debo). El programa coral que preparamos incluía obras de Palestrina, di Lasso, Bach, varios himnos y algunos de los llamados negro spirituals. La extensa gira, de varias semanas, nos llevó a visitar  comunidades en las que, según supimos, por primera vez se presentaba un coro cantando música clasificada como sacra.

Uno de esos conciertos estaba programado en un templo ubicado en una localidad habitada en su totalidad por mexicanos que no hablaban español (no recuerdo hoy si eran tzotziles o lacandones). Por el mal tiempo y por tener que recorrer un largo camino de terracería para llegar a esa localidad, nuestro arribo se demoró casi cuatro horas, por lo que el concierto programado para las doce horas del día, empezó a las cuatro de la tarde.

Nuestra primera sorpresa fue ver que aquel enorme templo, con techo de palma, estaba totalmente lleno de feligreses, la mayoría, según recuerdo, vestidos de blanco de pies a cabeza. Ansiosos esperaban nuestra llegada para presenciar un evento sin precedente en su comunidad. De inmediato ocupamos nuestros lugares ante el altar y empezamos el concierto. Nuestro director, el maestro Oscar Rodríguez López, hacía breves comentarios introductorios a las piezas que íbamos cantando, comentarios que acto seguido eran traducidos por el pastor a la lengua que se hablaba en esa comunidad. Al terminar nuestro concierto, el pastor pidió a su congregación hacer una “evaluación” de las obras escuchadas agitando con la mano los programas de mano que se les habían repartido. Esto porque, por lo general, en las congregaciones protestantes no es común ni bien vista la práctica del aplauso dentro de los templos.

El pastor recorrió el programa, mencionando pieza por pieza y la congregación respondía a su indagación. Aún recuerdo vívidamente la emoción que me embargó cuando, tras mencionar la última pieza, nos dimos cuenta que la obra que más había sido del gusto de la multirreferida congregación, había sido la obra de J. S. Bach (1685-1750). La obra bachiana no es, de manera alguna, una pieza de fácil escucha pues la caracteriza una polifonía complicada con la participación de cinco voces distintas que explotan, cada una de ellas, toda su tesitura. Nuestro programa incluía obras que, siempre lo pensamos, serían todo un “hit”, como los accesibles y “pegajosos” negro spirituals, por ejemplo. Sin embargo, fue el Motete “Jesu, meine Freude” (BWV 227) el que más cautivó a esa congregación. El motete, escrito originalmente en alemán, lo cantamos en una traducción al español, pero este hecho, en el contexto referido, resulta irrelevante pues, como comenté, nadie en la congregación entendía español y, por lo demás, dada la compleja polifonía de la pieza, de cualquier manera hubiera sido casi imposible entender el texto que, por lo demás, es un pretexto.

En otras palabras: fue el poderío de la música bachiana lo que conquistó la sensibilidad de quienes jamás habían escuchado una obra de este compositor barroco y que, con toda seguridad, habrían reaccionado a la pieza de Boulez de igual manera que los trabajadores milaneses reaccionaron ante el pianista Pollini.

 

Supongo que, en ambos ejemplos, se trata de públicos no “cultivados” (yo diría: “condicionados”) que de manera espontánea reaccionaban a la oferta musical que se les brindaba.  Esos públicos no fueron “acercados” a la música llamada clásica por medio de programa alguno. Los compositores contemporáneos de casi todas las épocas se quejan, con no poca frecuencia, de la “ignorancia” de los públicos. Se dice que Schoenberg llegó a decir que el rechazo del público de una obra suya o de alguno de sus pupilos era, en su opinión, una señal de la buena factura de la obra. ¿Hasta dónde es, en realidad, necesaria la educación de los públicos  en la música clásica?

 

En mis años al frente de la Orquesta Sinfónica Nacional de México (1979-1984), tuve la fortuna de fundar y dirigir lo que entonces denominamos Festival de Primavera de Oaxaca, de la OSN. La oferta musical y artística  de estos Festivales era muy amplia, de variopinta índole: música con ensambles de cámara, recitales solistas, conciertos corales, conferencias, cine club, conciertos sinfónicos, exposiciones plásticas y, de gran éxito, cursos de perfeccionamiento musical. Los conciertos sinfónicos estaban programados para las nueve de la noche, pero el hermoso Teatro Macedonio Alcalá de la capital oaxaqueña se llenaba en su totalidad desde  dos horas antes: tal era la necesidad que la sensible población oaxaqueña  tenía de satisfacer su apetito espiritual a través de la música. Los programas que ofrecíamos eran muy variados, incluyendo tanto  obras del repertorio tradicional internacional como obras del vasto repertorio sinfónico mexicano, algunas de ellas en estreno mundial. Un par de  críticos musicales europeos asistieron a esos festivales; se maravillaban de esa extraña sensibilidad que permitía que ni en los conciertos casi-maratónicos en los que ofrecíamos obras como la “Pasión de N. S. J. según S. Juan” (J. S. Bach) o el oratorio “Mesías” (G. F. Haendel), cada una de más de dos horas de duración,  se escuchara el llanto de alguno de los muchos bebés que eran llevados por sus madres a esas veladas sinfónicas.

En una de esas tardes del Festival de Primavera de Oaxaca, me sucedió lo siguiente: Tenía yo programado un ensayo con la Banda Sinfónica del Estado de Oaxaca (en sus tiempos, Porfirio Díaz hizo comprar en Alemania todos los instrumentos musicales que la banda requería), pues esa Banda iba a participar con la OSN en el concierto de clausura del Festival, a realizarse en el imponente Auditorio Guelaguetza. Por ser  la primera vez que me tocaba trabajar con ese ensamble, calculé que requeriría de al menos dos horas de ensayo para dejar montados los fragmentos seleccionados. Sin embargo, la Banda estaba muy bien preparada y, por ello, al cabo de una hora había yo terminado el ensayo. Eran alrededor de las cinco de la tarde y como esa misma noche estaba el oratorio “Mesías” (Haendel) en el programa, decidí no esperar una hora más a que llegara el chofer por mí  y salí a la calle a buscar un taxi para poder regresar al hotel y descansar un poco más antes del concierto.

Hice la señal a un taxi que venía a unos 70 metros del lugar en el que estaba yo parado en la orilla de la banqueta. Pero delante de mí, acaso unos diez metros, estaba una pareja de jóvenes que también solicitaron el servicio del taxi. Cuando los vi alzar la mano, pensé que estando ellos delante de mí, el taxista les daría preferencia. Mi sorpresa fue que en vez de hacer eso, el taxista siguió su camino y se detuvo justo enfrente de mí y, de inmediato, abrió la puerta del vehículo y me dijo: “Suba usted, maestro Cárdenas”. Me quedé atónito. Al ocupar mi lugar en el taxi, indagué de dónde me conocía. Me respondió: “Pues del Teatro Alcalá, lo he visto ahí todas las noches dirigiendo los conciertos. De hecho, ahora mismo ya iba yo para mi casa por mi familia, para alcanzar lugar en el concierto de hoy”. Confieso que me emocionó mucho esta confirmación de las bondades de nuestro Festival y de cómo era apreciado por el sensible pueblo oaxaqueño. Despertó, entonces, mi curiosidad por conocer más del impacto que tenía nuestra oferta musical en el pueblo: el comentario de un taxista que todos los días del festival prefería llevar a su familia a los conciertos que ofrecía con la OSN en el Teatro Alcalá en lugar de continuar sus labores de taxista para conseguirle un mejor sustento económico a sus seres queridos y que, además, convivía a diario con gente de los más diversos sectores de la población, era para mí de mucha importancia.

“Pues la verdad, todo nos ha gustado, pero mi gran descubrimiento fue la música de ese señor Mozárt (¡sic!): se oía como si todo fuera fresco y transparente”, fue su respuesta.

Era tal la emoción de ese sencillo y sensible taxista oaxaqueño por el hecho de tenerme como su pasajero que, al llegar al hotel no quiso cobrarme dinero alguno por el servicio prestado argumentando el gran honor que el destino le había deparado de trasladarme esa tarde  al hotel.

 

Mi experiencia de más de cuatro décadas en el ejercicio musical público me ha corroborado, una y otra vez, que toda explicación de la música resulta en una reducción de su contenido; que la música no necesita justificación, como escribiera el poeta Roberto Juarroz; que el ser humano sí está necesitado de música, de esa que emana del sonido y que para vivenciarla de manera plena, necesita despojarse de toda “educación” musical, de todo proceso de condicionamiento que el entorno cultural le impone; que teniendo la música como único vehículo el sonido musical, que es un mundo variado y diverso que, sin embargo, se manifiesta en la naturaleza como unidad, es la vivencia de la música (es decir, oírla en vivo, con instrumentos que producen sonidos musicales y no, como es frecuente hoy en día, con instrumentos electrónicos que producen remedos de sonidos musicales) lo que constituye la mejor contribución que el ser humano puede hacerse a sí mismo para recuperar su propia unidad en tanto que ser humano, único e indivisible, que, como el fenómeno sonoro que nos garantiza la posibilidad de la vivencia musical, tiene su propia energía, su propia manera de manifestarse en el tiempo y en el espacio, tiene su propia multiplicidad de elementos constitutivos que conforman su unicidad y su unidad. O  como escribió Zenón de Elea: “Ego unum et multis in me”, es decir, soy una unidad, pero una multitud habita en mí. Así es el sonido musical: es uno, pero lo conforma una multiplicidad. Escuchemos la música sin prejuicios, con apertura y dejémonos habitar por su energía. +++

© Sergio Ismael Cárdenas Tamez, 2008.

 

 

* Director sinfónico y compositor musical. Profesor Titular de Carrera en la Escuela Nacional de Música de la Universidad Nacional Autónoma de México. Presidente de Música de Concierto de México, S. C.  www.sergiocardenas.net

 

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