sábado, 30 de mayo de 2020

Ennoblecer lo aparentemente inartístico



                              Ennoblecer lo aparentemente inartístico
Homenaje a Rodolfo Morales

                                                                                                                                                                                            Para Luis Rubio Chávez

   En el templo de Santo Domingo de Guzmán, de Ocotlán de Morelos, Oaxaca (México), no cabía nadie más. La nave central, la sacristía, el coro y los balcones estaban ocupados hasta el último rincón disponible por gente de todas las edades, ocotecos la mayoría, otros venidos desde la capital oaxaqueña, todos ávidos de escuchar el concierto que esa noche ofrecería la Filarmónica de Querétaro en el marco de la edición 1993 del Festival de Oaxaca.

   De haber sido material, la mezcla de entusiasmo, curiosidad, reverencia y emoción podría haber sido literalmente palpada: tal era el ambiente que se vivía esa noche en Ocotlán de Morelos. Los atrilistas queretanos ocuparon sus lugares frente al altar, se afinaron y guardaron silencio, señal inequívoca de que estaban listos para iniciar el concierto. Yo procedí a tomar mi lugar en el podio e invité a la orquesta a que juntos, de pie, saludáramos formalmente a esa multitud ocoteca que ansiosa aguardaba nuestra música.


   No bien habían los filarmónicos ocupado de nuevo sus lugares y justo en el momento cuando alcé mis manos indicando que estaba próximo a dar la primera entrada musical de la velada, cuando desde la cúpula del templo empezaron a caer con suavidad miles de pétalos de rosa roja con los que el pueblo ocoteco daba el saludo de bienvenida a la Filarmónica de Querétaro.

   Una emoción indescriptible e incontenible se apoderó de todos nosotros, los no ocotecos, emoción cuya intensidad desembocó en no pocos de nosotros en lágrimas de gratitud por ese sencillo y enorme gesto humano, pleno de sinceridad y calor, digno de la “performance” del más alto nivel artístico y con toda la fuerza y el aroma irresistibles de los pétalos de rosa. Aún hoy, a nueve años de aquel singular acontecimiento, se me enchina la piel cuando recuerdo ese concierto.

   En el público, perdido entre las primeras filas pero sin pasar desapercibido, estaba Rodolfo Morales, artífice de esos momentos mágicos, hechizantes, que acabábamos de vivir. Era gracias a él que nosotros, los filarmónicos queretanos, nos encontrábamos ahí esa noche. Él, al enterarse que el Festival de Oaxaca estaba organizándose, solicitó de inmediato que su natal Ocotlán de Morelos, situado apenas unos kilómetros de la ciudad de Oaxaca, fuera considerado en la programación de los conciertos que ofrecería nuestra Filarmónica. “La presencia de la Filarmónica de Querétaro en Ocotlán será motivo de fiesta popular”, habría dicho Rodolfo.

   En el atrio del templo se habían colocado sendos altoparlantes para que aquellos que ya no cupieron en el interior del mismo, pudieran también disfrutar del concierto. Los varios cientos de ocotecos que se dieron cita en el atrio, escucharon todo el concierto de pie o sentados en el suelo, “vigilados” por unas bonitas y coloridas mojigangas gigantes que, al finalizar el concierto, nos guiaron a todos a la casa de Rodolfo, ya convertida en Centro cultural, donde nos ofrecieron una cena típica oaxaqueña con su imprescindible mezcal, que disfrutamos hasta bien pasada la medianoche. Rodolfo Morales estuvo, en todo momento, atento al desarrollo de lo relacionado con este concierto memorable, desde las revisiones técnicas que emprendimos semanas antes hasta que el último filarmónico abordó el autobús que nos llevaría de regreso a la ciudad de Oaxaca.


   Rodolfo Morales, quien había nacido en 1925 en ese aún polvoriento pueblo, había regresado a él tras haber pasado más de cuatro décadas en la capital mexicana, enseñando su amor a la pintura a varias generaciones de le Escuela Nacional Preparatorio (UNAM). Durante esas décadas, Rodolfo pudo viajar a Europa, Estados Unidos y Latinoamérica, para enriquecer y solidificar su innegable talento pictórico. El mundo tuvo que esperar a que casi cumpliera sus cincuenta años de edad para poder admirar su primera exposición individual en Madrid, España. En 1975, su paisano Rufino Tamayo lo “descubrió” en una exposición individual en Cuernavaca, Morelos (México) y lo introdujo al mundo, que aclamó la obra contundente de este gran mexicano, ejemplo de oaxaquidad y de universalidad a la vez.

   Rodolfo Morales regresó a su tierra natal para convertirla, a ella y a su gente, en el tema de su pintura. En Ocotlán, se reencontró con ese entorno cotidiano desdramatizado en el que había crecido y lo redujo a sus expresiones primigenias y esenciales, al compás de los ritmos de una cultura multicentenaria que perdura y que se yergue con dignidad.


   En esa periferia de la capital oaxaqueña, Rodolfo lleva una vida modesta, ajena a todo glamour y distante de toda expresión característica del divismo artístico. Ahí, en esa periferia, Rodolfo inventa en sueños su propio paraíso y plasma esos sueños en su pintura. En sus sueños, Rodolfo ennobleció la imagen aparentemente inartística, esa que se ha detenido en el tiempo y que se extiende en lo que parece ser un espacio que reposa ad infinitum sobre sí mismo.

   Se trata de un mundo que no pretende imponerse ni imponer, sino que a través de su conmovedor estatismo, cautiva y transporta a la contemplación empática, entrañable e intensa, con una gran carga melancólica de su paraíso privado perdido.

   Rodolfo Morales fue portador de un arte que no puso condiciones. Él creó su propio idioma pictórico y describió con él su propio cosmos artístico, pintando por la fuerza de la intuición, es decir, pintando lo que el impulso le dictaba, más que lo que pensaba pintar. Así, su pintura corrobora que los enigmas mágicos de la oaxaquidad son más trascendentales que sus propios enigmas.
En la síntesis pictórica de Rodolfo Morales, la intensidad de los colores crea una nueva manera de percibir la luminosidad encerrada en los sueños, en esos sueños cuyos personajes y figuras no son una mera copia de la realidad exterior, sino una creación interior acompasada que contiene la esencia, la pureza, lo verdadero de su mundo cotidiano. Los sueños pictóricos de Rodolfo transmiten, en suma, una necesidad incontenible que irrumpe vigorosa y sutil, contundente y seductora, cuya comunicabilidad acrecienta la relevancia de su pintura y su independencia.

   Pero la pintura de Rodolfo Morales es también un llamado de atención: en ella se ha plasmado la verdad de un mundo amenazado, que ha comenzado a sufrir los embates que ponen en riesgo la esencia de su identidad y de su integridad.


   Rodolfo Morales luchó, con su pintura y en los hechos, a favor de esa identidad y de esa integridad. Durante sus últimos años, combinó su actividad artística con labores altruistas que han tenido como resultado varios logros sorprendentes, como la restauración del convento dominico del siglo XVI de su tierra natal; la restauración de varias casas coloniales de la capital oaxaqueña; la creación de una Fundación que lleva su nombre, dedicada a impulsar a la juventud y a tareas informativas tendientes a prevenir a la población de los estragos del SIDA y el apoyo a la educación artística, en especial entre la juventud ocoteca, pero no limitada a ella.

   Al morir el 30 de enero de 2001, Rodolfo Morales nos legó un reto: alcanzar esa plenitud artística rebosante de generosidad, de humanismo, de integridad, de sencillez y pasión, de entrega en bien de las causas más nobles, de lealtad a las fuentes en las que abrevó desde su infancia: su pintura, elocuente y grandiosa, da cuenta de estos atributos que marcaron su paso por este mundo. 


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