jueves, 7 de mayo de 2020

Música de longitudes celestiales

                                                                      Franz Schubert

MÚSICA DE LONGITUDES CELESTIALES


   Me parece que uno de los genios de la música que no ha sido aún del todo reconocido, es el austriaco Franz Schubert. Nacido en Viena en 1797 ( es decir, seis años después de la muerte de Mozart) y fallecido en esa misma ciudad  en 1828 (un año después de la muerte de Beethoven), Franz Schubert permaneció en la obscuridad casi toda su vida.  Caracterizado por la prudencia y la humildad que, seguramente heredó de su padre, quien fue maestro de escuela, Schubert ni siquiera pudo conocer en persona a Beethoven, a quien adoraba, aunque hayan vivido en la misma ciudad.  A su muerte, Schubert era poco conocido dentro y fuera de la ciudad.

   En términos de producción musical la vida de Schubert presenta muchas similitudes con la vida de Mozart, sobre todo por la vasta producción que nos legó a pesar de su corta vida.  Sería difícil para mí tratar de situar la obra de Schubert en una tabla de diferentes categorías; tratar de hacer eso ante las 600 canciones, los cuartetos de cuerda, las sonatas para piano, los célebres impromptus para piano, las sinfonías, las misas, las demás piezas de música de cámara y hasta los fragmentos operísticos, sería una labor arriesgada por lo injusto de sus resultados  ¿Se atrevería alguien a decir que la canción “La trucha” es mejor que su cuarteto para cuerdas “La muerte y la doncella” o que su Misa en Sol-Mayor o cualquiera de sus sinfonías?; por supuesto que en la pregunta anterior podemos distribuir libremente el orden de las obras mencionadas y seguiría siendo imposible de responder.

   El tener la fortuna de haber sido integrante del hoy famosísimo coro de los Niños Cantores de Viena, le dio la oportunidad de conocer muchas obras maestras de distintas épocas que fueron cultivando en Schubert la que constituye la característica más importante de su obra, es decir la cantabilidad.  Habiendo vivido siempre en un ambiente  por demás modesto, que era lo único que le podía garantizar su posición como maestro de escuela en un suburbio vienés, el dialecto llano vienés era su lengua ordinaria y constituyó una de sus “fuentes de información” no sólo para mantener una gran sencillez en su música sino también para darle la impronta de lo idílico, lo popular y hasta lo pintoresco.

   En gran parte podemos atribuir el “descubrimiento” de Schubert a Robert Schumann.  En un emotivo y conmovedor artículo publicado en la revista Neue Zeitschrift für Musik (Nueva Revista Música, fundada en Leipzig por Schumann en 1834 y aún vigente al día de hoy) que data de 1840, Schumann narra su visita a Viena no sin dejar de mencionar que ningún músico que se precie de serlo, puede visitar la ciudad de Viena y no visitar las tumbas de Beethoven y de Schubert. 


   “Puesto que no me fue concedido saludar en vida a esos dos artistas, a quienes  admiro por sobre todos los artistas recientes, me hubiera gustado haber tenido a mi lado en esas visitas a sus tumbas, a alguien que estuvo cerca de ellos, de preferencia a uno de sus hermanos“,  escribe Schumann en el mencionado escrito.  Describe después la visita que hizo a Ferdinand, hermano de Schubert, quien tenía en su haber muchas de las composiciones de Franz.  La riqueza de obras de Franz que Ferdinand tenía amontonadas en su casa le hicieron rebozar de felicidad; “¿Por dónde comenzar y por dónde terminar?,” se preguntaba Schumann.  “Entre otras obras me mostró  las partituras de varias sinfonías, cuya ejecución había sido rechazada con el pretexto de ser muy difíciles y muy amaneradas.”  Quien sabe cuánto tiempo hubieran continuado empolvándose estas y otras obras de Schubert, de no ser por el pronto entendimiento que encontró Schumann en Ferdinand, lo cual le permitió (a Schumann) enviar la Sinfonía en Do-Mayor (D-944), hoy conocida como “La Grande”, a su amigo Felix Mendelssohn, a la sazón director de los conciertos de la Gewandhaus, de  Leipzig.

   Esta sinfonía, que se presume fue compuesta entre 1825 y 1826, tuvo una revisión por parte de Schubert en marzo de 1828, tras de lo cual la llevó a la Sociedad de Amigos de la Música, de Viena, aspirando a que fuera ejecutada. Los integrantes de la orquesta se negaron a tocarla, quejándose de las dificultades de la pieza y, más aún, de sus dimensiones. Schubert tuvo que recoger los materiales y regresar a casa con su obra; no logró escuchar su sinfonía en vida.

Sobre este penoso acontecimiento, Eduard von Bauernfeld (1802-1890), austriaco, dramaturgo exitoso, autor de comedias y farsas, que formó parte del círculo de amigos de Schubert, cuarenta (40) años después de esa negativa de los músicos vieneses a tocar la sinfonía de Schubert, escribió en sus memorias una escena que, seguramente, se quedó corta en su narración, pues se sabe que todo lo ahí descrito, se expresó en dialecto vienés.

   Esto lo refiere el escritor Friedrich Dieckmann en su libro “Franz Schubert. Eine Annäherung”, quien relata que  “en aquel 1828, a los músicos les pareció que la Sinfonía en Do-mayor, D944, era imposible de tocar; Schubert, en silencio y sonriendo, se resignó al veredicto de lo “intocable” que era su obra. Sabía que tenía el futuro para sí, aún cuando no se le quería abrir. Pero una noche, en la taberna, la provocación se le presenta como lo suficientemente grande para quedarse guardada: la cascada de palabras que les dejó ir a unos frívolos  músicos de orquesta, podría bien entenderse como dirigidas a sus sucesores, lo que caló profundamente incluso en su círculo de amistades.

   Bauernfeld nos narra el episodio acaecido al final de un excursión a las tabernas para disfrutar del vino tempranillo, excursión que terminó en una taberna de ponches.

   “Ya era la una de la mañana cuando se discutía agitadamente sobre música al calor de los ponches. Schubert tomaba vaso tras vaso y se excitó mucho, al grado tal que, hablando más de lo que acostumbraba, nos reveló a Lachner (Franz Paul Lachner <1803-1890>, alemán, compositor y director de orquesta; conoció a Schubert en Viena en 1822) y a mí, sus planes futuros. Pero entonces, una desafortunada estrella guió a un par de artistas, músicos famosos integrantes de la Orquesta del Teatro de la Ópera, a la taberna donde estábamos. Cuando Schubert los vio entrar, de repente enmudeció a la mitad de su impetuoso discurso, frunció el seño y sus ojitos grises brillaron salvajemente bajo sus párpados, que se los tallaba con inquietud. Apenas visualizaron los músicos al Maestro, se dirigieron rapidamente a él, tomaron sus manos y le dijeron mil cosas hermosas, casi lo ahogan con su lisonjería. Al final, “salió el peine”: que deseaban del Maestro una nueva composición para su concierto, con pasajes sofísticos para sus instrumentos. Que, por favor, el Maestro mostrara su complacencia, etc.

   “El Maestro no mostró para nada su complacencia, sino enmudeció. Como los músicos insistieran, respondió: “¡No, nada escribiré para ustedes!”

- ¿Nada para nosotros?, preguntaron perplejos los señores.
- Nada, absolutamente nada.
- Pero ¿porqué, señor Schubert?, respondieron con cierta irritación. “Yo
  creo que somos artistas tan buenos como usted, se sabe que no hay
  mejores en Viena”,   dijeron.
-       ¡Artistas!, gritó Schubert. Bebió con rapidez su último vaso de ponche y se levantó de su asiento. Luego, el pequeño hombre (Schubert) se puso el sombrero y se plantó ante uno de ellos, alto, y ante el otro, virtuoso corpulento, de manera amenazante.
-       ¿Artistas?, les repitió. ¡son unos musiquillos, no más que eso! Uno muerde la boquilla de su tubo de latón y el otro sopla sus cachetes en el corno (Waldhorn): ¿a eso le llaman arte? ¡Es un trabajo manual, una habilidad que les produce dinero, es todo! ¡Ustedes artistas! ¿No saben lo que dijo el gran Lessing? ¿Cómo puede alguien pasarse la vida haciendo no otra cosa que mordiendo un palo con agujeros? ¡Eso dijo! (y girándose a mí, dijo: O algo similar).

   “ Y dirigiéndose de nuevo a ellos: “¿ustedes se asumen como artistas? ¡Sopladores y violinistillos son todos ustedes juntos! Yo soy artista, yo. ¡Soy Schubert, Franz Schubert,  a quien el mundo conoce y nombra! El que ha hecho cosas grandiosas y hermosas, que ustedes no entienden para nada.  ¡Y aún hará cosas más bellas (y girándose de nuevo a mí: ¿vale, hermano?), lo más hermoso! Cantatas y cuartetos, óperas y sinfonías. No soy, pues, sólo un compositor de Ländler (un precursor del vals), como a veces publican los estúpidos periódicos y sobre lo que otros idiotas chismean. Yo soy Schubert, Franz Schubert, para que lo sepan. Y cuando alguien pronuncia la palabra Arte, entonces se habla de mí, no de ustedes, gusanos e insectos, que exigen sus pasajes solísticos que nunca les escribiré: yo sé bien porqué. Ustedes, lombrices arrastradas y roedoras, que quieren aplastar mi pie, el pie del hombre que llega hasta las estrellas: sublimi feriam sidere vertice (y girándose a mí: ¡tradúceles, por favor!): hasta las estrellas les digo, mientras ustedes, pobres lombrices sopladoras se retuercen en el polvo y con el polvo, como polvo se disipan y pudren”

   Tal cascada de palabras, que recuerdo era peor aún, aunque fiel al sentido de lo dicho, dio en la cabeza de los estupefactos virtuosos, que estaban boquiabiertos, sin encontrar una palabra que pudiera responder al Maestro, mientras que Lachner y yo nos ocupábamos de sacar al acalorado compositor de ese escenario con tan desafortunada actuación; lo calmamos y lo llevamos a su casa.

   A la mañana siguiente, corrí a  casa del amigo a ver cómo estaba, pues su estado de la noche anterior me había dejado pensativo. Schubert dormía. Al despertar, me dijo: “¡ah, eres tú!”. Su puso los anteojos y sonriendo amigablemente, casi apenado, me saludó de mano. “¿Dormiste bien?”, le pregunté. Schubert se carcajeó y saltó de la cama. “¿Qué pensará de ti esa gente?”, dije en un tono un tanto paternal. “¡Esos pícaros!”, respondió Schubert, tranquilo y bondadoso. Me dijo: “¿Sabes que esos son los pillos más intrigantes del mundo? También lo son contra mía. Creo que merecieron la lección. Aunque me arrepiento. Pero les escribiré los solos que desean y me besarán las manos”.

   Hasta aquí el relato de Bauernfeld. Dieckmann  lo comenta de la siguiente manera:

“ Se puede uno imaginar que la escena descrita estuvo mucho peor, pues todo se expresó en dialecto vienés. Pero aún así, es una escena preciosa. Schubert, acalorado por el ponche, acosado por las exigencias de una fraternidad mediocre, defiende las exigencias de su obra. Su cólera olímpica avienta a los armarios a quienes se consideran capaces de disponer de él. Claro que al día siguiente le parece todo insensato: necesita de esa gente, de esos a quienes les concedió el honor de decirles lo que piensa de ellos y busca la manera de aplacar la explosión”. (1)

   Descubrir la partitura de esta sinfonía schubertiana en casa de su hermano Ferdinand, permitió a Schumann reconocer en la Sinfonía en Do-mayor, D944, “lo más grande que se haya compuesto después de Beethoven”. Schumann quedó impresionado de lo novedoso de la orquestación, la vastedad y extensión (..."longitudes celestiales...") de la forma musical, así como la manera seductora de variar las expresiones sentimentales de la vida. Schumann se convence que esta sinfonía representa, de manera genuina, la concepción romántica de la forma sinfónica, en la que ve una alternativa al manejo formal de Beethoven, lo cual le fascina. A la vez, Schubert subraya la completa independencia con la que se yergue esta sinfonía en relación con las de Beethoven.

   Schumann se enamoró de la música de Schubert.  En una carta que escribió a Friedrich Wieck (padre de Clara Wieck-Schumann) podemos leer en qué sustenta Schumann su amor por Schubert:   “... Schubert sigue siendo mi “Schubert uno y único”, en especial por tener todo en común con mi “Jean Paul uno y único”; cuando interpreto a Schubert siento como si estuviese leyendo una novela de Jean Paul compuesta en música... No hay música, salvo la de Schubert, tan psicológicamente notable en el desenvolvimiento y asociación de ideas y la impresión de transición lógica que transmite; muy pocos compositores, además han logrado tan bien poner la impronta de una sola individualidad en cuadros tonales tan variados, y aún menos han escrito tanto para sí mismos y su propio corazón.   Mientras otra gente lleva diarios en que registran sus sentimientos momentáneos, etc., Schubert sencillamente tenía hojas de música a mano, a las que confiaba sus estados cambiantes; como su alma estaba inmersa en música, escribía notas donde otra persona recurriría a las palabras... ”

                         Primer número de la Nueva Revista de Música (1834)

   Cuando Mendelssohn dirigió el estreno de la Sinfonía de Schubert en Leipzig, el 12 de diciembre de 1839,  Schumann estuvo allí para atestiguar este momento histórico; es contagiante el    entusiasmo con el que Schumann  describe  esta  experiencia a  su amada Clara: “... Clara, hoy he  estado en el séptimo cielo.  En el ensayo tocaron la sinfonía de Franz Schubert.  ¡Ojalá hubieses estado!  Pues no te la puedo describir; todos los instrumentos eran como voces humanas,  inmensamente llenas de vida e ingenio, y la  instrumentación, sin importar Beethoven... y la longitud, la divina longitud, como una novela en cuatro tomos, más larga que la Novena sinfonía.  Fui enteramente dichoso, sin restarme más deseo que el que fueras mi esposa y el de poder escribir sinfonías así yo mismo ...”

   Terminada en marzo de 1828, ocho meses antes de la muerte del compositor, esta grandiosa sinfonía hubiera sido suficiente para colocar a Schubert entre los grandes pilares del romanticismo musical europeo.  Si ya Beethoven había sacudido al mundo con su Tercera Sinfonía (1810) y sus longitudes terrenales, pues se trataba de la primera sinfonía en la historia de la música que bordaba los 50 minutos de duración, con sus Octava Sinfonía, en Do-Mayor, Schubert logra colocarse, con toda firmeza, en la línea de los grandes sinfonistas del  Siglo XIX.  Se trata de una obra madura, que al estar llena de vida en todos sus células, parece llevar también la semilla de la eterna juventud, una juventud cuyo canto es irresistible, es rico en la descripción de los estados del alma y es vigoroso por lo directo y lo conciso;  un canto que, por lo demás, es positivo y propositivo, pleno de significado y claro en sus intenciones, un canto que uno no quisiera que se acabara.  Tenía razón Schumann cuando comparó la dimensión de esta sinfonía con las longitudes celestiales.

(1) Dieckmann, Friedrich: Franz Schubert. Eine Annäherung”. Insel Verlag, Frankfurt am Main, 1996. Pág. 284-288.


Texto incluido en el libro del autor titulado ESTACIONES EN LA MÚSICA, publicado en la serie Lecturas Mexicanas, del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1999


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