lunes, 27 de abril de 2009

S. Cárdenas: Amores idos, inconclusos

SERGIO CÁRDENAS
Amores idos, inconclusos

para Gabriel Hörner

El 14 de junio de 1816, el joven Franz Peter Schubert escribió en su diario lo siguiente: „Aún oigo, como desde la lejanía, los sonidos mágicos de la música de Mozart. Ellos nos muestran, en las oscuridades de esta vida, una lejanía iluminada, clara y hermosa, a la que con confianza aspiramos.“ El joven Schubert contaba, a la sazón, 19 años de edad. Mozart había fallecido 25 años antes.
Seis años más tarde, el 3 de julio de 1822, Schubert escribió lo siguiente: „Durante muchos años sentí cómo me partían el más grande dolor y el más grande amor. Y si quería sólo cantar el dolor, se me volvía amor. Así me partían el amor y el dolor.“ Poco después escribiría: „...y la música que ha sido producto de mi dolor parece ser la que menos le agrada al mundo.“
Son comentarios que delatan la tremenda madurez emocional de un joven poco comprendido en su tiempo, un tiempo marcado por los efectos de la revolución industrial y por las aspiraciones napoleónicas (incursiona en 1805 en Viena, en 1812 en Rusia, abdica en 1814). Un tiempo en el que la gran figura, violenta e indomable, es la de su gran ídolo Beethoven, cuyo sarcófago cargaría en el cortejo fúnebre del 29 de marzo de 1827. En esas exequias, el poeta Grillparzer (de quien Schubert musicalizó varios poemas), cerró su oración fúnebre con estas palabras: „ El último maestro del canto sonoro ha dejado de existir. Quien venga después de él, no podrá continuar, sino tendrá que empezar de nuevo, pues su antecesor acabó allí donde acaba el arte.“
Una lectura de los documentos biográficos de Schubert nos mostrará una persona extremadamente sensible, introvertida, que disfrutaba sólo el reconocimiento de sus amigos más íntimos y no el reconocimiento de las grandes masas, por las que nunca se preocupó. Su música es una música de intimidad, de espacios pequeños y cerrados, acogedores, hogareños. Pero la intimidad schubertiana es, con seguridad, la intimidad de cada uno de nosotros. Su intimidad está plasmada en sus partituras, que no son otra cosa que reportes del estado psíquico que guarda el alma schubertiana. Un claro ejemplo de ello es la Sinfonía número 7, en si-menor (D-759), conocida como la Sinfonía Inconclusa.
El 30 de octubre de 1822, el Schubert de 25 años de edad empieza a pasar en limpio la partitura de su Sinfonía Inconclusa. Algunos musicólogos afirman que esta sinfonía sí fue terminada por Schubert pero que, hasta ahora, sus dos últimos movimientos están perdidos. El adjetivo inconclusa, que en este caso también es sustantivo, nos remite a algo no acabado, a un círculo no cerrado, a un camino que parece no tener destino, quizá a un „work-in-progress“, a una construcción en obra negra, a algo no cumplido o satisfecho.
A mí me parece que esta enjundiosa sinfonía es una obra autobiográfica de Schubert. Se trata de una obra emocional escrita desde la periferia del sentimiento del compositor, una obra que es retrospección y documentación de una vida emocional intensa...pero inconclusa.
El trazo de su vida que Schubert dibuja en esta sinfonía se inicia desde el silencio y se acerca a nosotros junto con la nostalgia: los violonchelos y los contrabajos entonan una melodía melancólica que de inmediato se identifica: es nostalgia y es deseo, características que son fijadas por el ámbito de tonalidad menor por el que se desplaza este trazo melódico y por la polaridad marcada por la primera y por la última nota de esta primera frase musical (si-fa#), una polaridad que genera la necesidad (el deseo) de resolución, es decir, la necesidad de completarse, de consumarse. La nostalgia, por su parte, queda documentada por el regreso a la nota si, en el tercer compás, y el paso fugaz por el Re-mayor de los compases cuatro y cinco, que no sólo empujan hacia la polaridad con el fa# (como napolitana de la dominante de la dominante), sino que también nos recuerdan, así sea transitoriamente, el mundo „perfecto“ o „idílico“ (por ser acorde mayor) al que pertenece, por su relación tonal, este deambular inicial en si-menor. Tal parece que Schubert nos dice „mi vida emocional nació inconclusa.“
Pronto se une a esta melancolía un vientecillo (movimiento de dobles corcheas en los violines) que esculpirá ese torso que es la lejanía (¿insatisfecha?) de la sangre schubertiana, vientecillo marcado por palpitaciones (pizzicati de violas, violonchelos y contrabajos) insistentes que parecen ser interrumpidas por una extrasístole (compás 20) que resulta ser un suspiro provocado por la memoria, una memoria horadada por ese fa# lejano e interior en el que se funden clarinete y oboe (compás 13) para despertar la añoranza, la nostalgia, que llega cantando (Rilke decía, en sus „Canciones de las Jóvenes“, que „aprendieron la nostalgia, que entristece, como se aprende una canción.“).
Y así, cantando, Schubert nos traslada en su narración a una nueva experiencia que reposa en un tiempo aún más lejano que la anterior, como si estuviese escarbando en su propio pasado: tras una transición a cargo de cornos franceses y fagotes, nos deposita en los dominios de un Sol-mayor que reflejan unos recuerdos cargados de emoción y de dolor, pero no de arrepentimiento; que nos cuentan de un pasado que se repliega sobre sí mismo y que nos es transmitido con una canción llena de añoranza (compás 42 al 61): la melodía que ahora nos cantan los violonchelos es una melodía perfecta, que gira alrededor de la nota Sol, de la que parte y a la que regresa. Por cierto que esta región tonal (Sol-mayor) no encaja en los cánones de la época, que preveían el segundo tema de la forma allegro-sonata, que es la forma de este primer movimiento de la Inconclusa, en la región tonal relativa mayor de la que se marcó en el inicio, es decir, Re-mayor. Al remitirnos a la región de Sol-mayor, es decir, una quinta descendente de la relativa mayor (su subdominante) , Schubert parece decirnos que lo que nos va a contar es algo vivido en épocas lejanas, cuya intensidad alcanza a vibrar ahora: hasta acá nos ha aventado la marea de la sangre schubertiana, que vibró cuando la memoria se detuvo en aquella transición (compás 38) de los fagotes y los cornos franceses.
Schubert camina ahora a paso lento, marcado por el pizzicato de los contrabajos. Pero no es un andar fuera de contexto, sino que el recuerdo que acompaña ese andar parece describirnos algo un tanto fuera de los cánones del buen comportamiento, pues las violas y los clarinetes completan el cuadro con un ritmo sincopado, es decir, que no cae sobre cada paso sino que parece adelantarlo, o presionar para que se adelante. O sea que se trata de un recuerdo excitante y, quizá, hasta prohibido, pues la indicación pp (pianissimo) que prevalece en el pasaje como que quiere indicarnos que hubo algo muy íntimo, muy personal, como que Schubert no quiere que nos enteremos. Sin duda se trata de una vivencia que Schubert gozó o apreció mucho, pues cuando la melodía de los violonchelos es retomada por los violines, Schubert no deja que los primeros la abandonen del todo, sino que los hace que resuenen los intervalos más importantes, como queriendo enfatizar la intensidad de esa vivencia.
Pero, de pronto, de manera aparentemente imprevista, Schubert se detiene (es la fuerza de la memoria, diría Kundera): se traslada al presente histórico de esa vivencia y hete aquí que se trató de algo muy fuerte, donde hubo pronunciamientos contundentes y donde los cuerpos se revolcaron ora con suavidad, ora con ímpetu: resulta que esta vivencia comenzó mucho antes de lo que Schubert se había imaginado. Señal de ello nos la da el poderoso acorde de do- menor (compás 63) que enmarca con solidez esta vivencia apasionada y delirante, que fue una auténtica lucha de cuerpo a cuerpo (compases 77 al 84), cargada de tensiones, angustias y, otra vez, deseos. Los cuerpos se abrazan (compases 85 al 93) aspirando formar un mundo nuevo, buscan la posición más adecuada y descubren que lo mejor es regresar al estado del primer encuentro, al camino trazado por la intuición de la primera mirada: regresamos al Sol-mayor y Schubert nos dice: „¡Qué hermoso fue!“.
El discurso sonoro de Schubert es como un río obstinado y amable que arrastra los vestigios de una realidad imaginada por el deseo pero impalpable, como un monólogo murmullante que se va dando cuenta de las sombras que aún resuenan con intensidad, que aún hacen vibrar y que se disipan, como el canto, en el silencio.
Y es a ese mundo oscuro, profundo y silencioso, al que Schubert nos guía ahora (compás 114). Son otra vez los violonchelos y los contrabajos quienes nos señalan el camino en estas grutas cada vez más profundas y, aparentemente, más inciertas. El extremo de esta profundidad está marcado por el hecho de que Schubert demanda de los violonchelos y los contrabajos que bajen hasta la nota más profunda, más grave, que pueden tocar, para desde allí empezar a batirse y a debatirse con este otro amor inconcluso, tan parecido al del inicio de este movimiento.
Pero Schubert no es ningún ciego que está en busca de su camino, sino una garganta atiborrada de añoranza, de deseo y de urgencia, de delirios húmedos y beatíficos. Una garganta que emite sonidos que revelan una sangre desgarrada que se yergue y pregunta ¿te puedo amar?. Este es, a mi parecer, el gran drama de Schubert: no deseaba ser amado, sino amar. Por eso esta sinfonía se debate entre la sombra y el deseo, con unos ayes sanguíneos que son clamor vehemente, parte sustancial de un lenguaje des-relojado que avanza de abismo en abismo: son las heridas que han dejado las vivencias inconclusas.
Lo que a continuación nos espera (compases 122 al 215) es uno de los episodios de pasión más intensos y desgarradores que jamás se hayan escrito en sinfonía alguna. Ciertamente se trata de una pasión de otrora, pero este hecho no le resta fuerza alguna. Lo que se inicia en las profundidades extremas, llega hasta las alturas extremas, como si el gemido schubertiano se extendiera en toda la tesitura de su voz, incluído el falsete.
Schubert parece tener el „cuerpo del delito“ ante sí: lo acaricia por abajo, lo acaricia por arriba, le acaricia los pies y la cabeza. Con sus papilas gustativas recorre su vientre y su busto (no hay que olvidar que todo esto sucede en la memoria), lo voltea y lo vuelve a voltear, se desespera, le da tres manotazos en las nalgas (compases 142 al 144) mientras acelera sus caricias. Entonces, el cuerpo aquel se yergue y lo abraza con fuerza, apretando primero su cabeza, luego su cintura. Con sus manos acaricia sus orejas y su cuello y, de pronto, le planta un beso vehemente en la boca, luego en el pecho. Ahora acaricia sus brazos y su cintura para, acto seguido, alcanzar la esencia del fruto prohibido, toda erecta y vibrante, ansiosa y suplicante. Al llegar al compás 170, alcanzamos el momento en el que se inicia el punto culminante de esta pasión: los cuerpos se reacomodan, fijan posiciones y distancias, se funden en un vaivén incontenible, rebosante de vitalidad, que primero oscila con amplitud (como en el primer recuerdo) y luego acelera su movimiento (la orquesta entera está activa, tocando fortissimo, dividida en tres planos que se desenvuelven de manera simultánea, dos cuerpos en interacción unidos por un mismo ritmo
{compases 184 al 193}) para, de pronto, pasar a „cámara lenta“ (compases 194 al 201), con lo que Schubert parece indicarnos que conocía bien las enseñanzas taoístas (posposición de la catarsis), pues quiere unir a este recuerdo tan intenso los otros recuerdos y, por eso, regresa a ellos para vivirlos, casi, en la simultaneidad.
Cuando regresa el vientecillo que esculpe el torso de la memoria, entonces sabemos que los torbellinos sonoros de Schubert encarnan las formas sensuales del deseo en un territorio donde el pasado fue anhelo, el futuro es ansia y el presente una ilusión (la ilusión, diría Flaubert citado por Julian Barnes, es la forma más consumada del placer). Schubert hojea de nuevo en el archivo de su memoria y nos confirma su deseo: amar. Es un deseo que martiriza y beatifica, que tonifica porque se vive con intensidad, un deseo puro, sincero, sin mácula. Un deseo que ha generado una marea de la sangre que lo aventó a playas impolutas en las que tropezó con los fantasmas que otrora fueron cuerpos irresistibles, ardientes y vibrantes, como lo documentan los recuerdos schubertianos en este primer movimiento de su Sinfonía Inconclusa.
Al final de este Allegro moderato Schubert suena resignado; intenta una vez más anular ese pasado (compases 348 y 349), pero nada puede contra la memoria, que lo perseguirá hasta el final.
El segundo movimiento de la Inconclusa (Andante con moto), se desenvuelve en un mundo menos turbulento, menos nebuloso. Aquí se ha achicado la distancia temporal y todo parece desarrollarse en un mundo más idílico. Esto es lo que
parece indicarnos el hecho de que el movimiento se inició en una región tonal mayor y con una dinámica en la que el Andante parece no moverse, como si fuera una naturaleza muerta. Se trata de un mundo entrañable y cálido, habitado por la memoria reciente y la contemporánea. Aquí se reafirma la geografía schubertiana que es lirismo puro, lirismo movido por el sentimiento. Mientras que en el primer movimiento el cúmulo de imágenes de la memoria parecía formar una cabeza de medusa, aquí los temas musicales de la memoria reciente se suceden creciendo hasta su destino, que es la historia. Aquí la música se transforma en „reproducción poética de un contenido psíquico“, como bien anotaría Theodor W. Adorno en su célebre ensayo de 1964 (*).
Cuando en el compás 33 irrumpe el coral en las maderas y en los trombones, entonces queda claro que la herida está todavía fresca, con la sangre aún chorreando, como gimiendo, reclamando para sí aquel cuerpo provocador de vértigos, primigenio y robusto.
Un cambio de luz nos remite a una relación más intima, que se inicia con caricias suaves pero firmes (compases 64 al 95) a cargo de las cuerdas mientras que sobre de ellas el clarinete nos habla de un cuerpo frágil y virgen, ansioso por conocer otras intensidades, otras riveras. Las caricias se desplazan en corto, presionan pero no son abrasivas, cuestionan y escudriñan un terreno en busca de su centro sensorial, resbalando con sensualidad de un plano a otro hasta que la humedad aparece en el morendo del clarinete, que se diluirá en un oboe cada vez más insistente que transforma el encuentro íntimo en una escena épica en la que el amor ha elevado su personaje al rango de héroe, trasladándonos a alturas insospechadas, pero también depositándonos en profundidades que nos hemos negado a conocer.
Las texturas sinfónicas schubertianas oscilan entre la transparencia visible producto del calor (como el vapor), la tersura de las líneas melódicas perfectas y la robustez de acontecimientos sonoros similares a los miguelangelescos: seductores y desafiantes, llenos y ligeros, de curvas aterciopeladas y huesos de palofierro, de epidermias vivas y cautivadoras. Schubert demuestra en ellas un consumado dominio del oficio de la escritura orquestal pero también transmite una embelesadora voluntad de amar.
Es esta voluntad la que hace de Schubert un errante perenne, que llega siempre como extraño y se va también como extraño; así lo canta en la primera canción del ciclo „Jornada de Invierno“ (Winterreise). Y es errante por eso, porque no encuentra un amor que se vuelva su hogar, sino que lo tiene que buscar incesantemente.
Cuando Schubert respira, canta; cuando canta, recuerda; cuando recuerda, suspira; cuando suspira, revive la memoria; cuando se instala en la memoria, la vivencia del recuerdo le apachurra el corazón y lo traslada a regiones beatíficas, pues se percata de que amó. Es entonces cuando su música nos ilumina por dentro porque, en el fondo, compartimos con él el mismo deseo: queremos amar. Y amar, como bien lo dice Rilke en sus Apuntes de Malte Laurids Brigge, es perdurar. Por eso ha perdurado esta portentosa sinfonía schubertiana: aún cuando los amores que nos narra fueron inconclusos, han trascendido su tiempo por la espontaneidad, la sinceridad y la fuerza de su amor. La Sinfonía Inconclusa de Schubert es la autobiografía más completa que conozco, llena de amores idos e inconclusos, pero ¡qué amores!.


(*) Theodor W. Adorno: Moments musicaux, Suhrkamp Verlag, Frankfurt/M, 1964, página 18 en adelante.


Ansbach, el 15 de marzo de 1999.


Ensayo incluido en el libro del autor titulado "Un rap para Mozart", publicado en la serie Cuadernos de Pauta, del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 2003.

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